Aquella grave crisis era económica, igual que la nuestra, pero sus causas profundas no eran económicas, exactamente lo mismo que pasa con las nuestras.
Para un observador superficial, e incluso para un experto, todo era explicable desde el punto de vista de las finanzas, la bolsa y la banca. En realidad, aquella crisis era peor que la nuestra, porque no se trataba del consumo sino de la supervivencia; el problema no era que la producción de automóviles o de viviendas se hubiera venido abajo, con el efecto dominó que eso conlleva, sino que la producción de bienes básicos, como los cereales, las hortalizas, la fruta y el ganado, e incluso el agua, es decir, lo que hace posible la vida, estaba amenazada de muerte.
El hombre que analizó las causas fue a la raíz del problema y por eso pudo presentar el remedio, que iba más allá de una solución superficial. No tenemos datos que nos permitan saber casi nada de él y ni siquiera podemos elucubrar el tiempo exacto en el que vivió.
Todo lo que sabemos es su nombre y nacionalidad:
Se llamaba Joel y era israelita. Pero tal vez sea mejor así, porque de esa manera no habrá ocasión de hacer literatura ni cábalas con su figura, pues todo lo que tenemos es su mensaje.
Este hombre no llama la atención sobre sí mismo, no nos dice cuál es su currículum ni alude a sus credenciales académicas, en caso de que las tuviera, sino que simplemente se presenta y nos presenta su mensaje, que en realidad no es suyo.
Porque, a diferencia de otros analistas, ha examinado el problema no con los ojos de sus contemporáneos, ni con los de los formadores de opinión, ni con los de los medios de comunicación, sino con los ojos de aquel que todo lo escudriña y ante el cual todas las cosas son como un libro abierto.
Son solamente tres capítulos, es decir, un texto que cabe en una hoja por las dos caras. Algo que se tarda en leer cinco minutos. Aparentemente no es un gran tratado, pero aquí no hay retórica ni palabrería, pudiéndose resumir su contenido en tres partes:
Una amenaza nacional.
Provocada por la agresiva irrupción de un factor inesperado que hace tambalear los mismos cimientos en los que se basa toda la economía y que afecta a todas las capas de la población. Incluso los disipadores e indiferentes sienten su rigor, como jamás habrían imaginado. En realidad se trata de la aparición de un conjunto de fuerzas hostiles, que, en acción concatenada, causarán la ruina de la nación.
No hay memoria de algo así en el pasado y su recuerdo perdurará por generaciones. La gravedad de la situación va incluso más allá de las meras consecuencias económicas, ya que la plaga que arrasa las cosechas no es más que el preludio del avance de un formidable ejército de incontenible fuerza, que destruye todo lo que halla a su paso, estando al frente del mismo un jefe insospechado: el mismo Dios. En otras palabras, el inminente juicio devastador es el anticipo de otro que ha de llegar de consecuencias aún peores.
Una humillación nacional.
Es bien elocuente la imagen de la trompeta
[i], que en realidad era un cuerno de carnero (
shofar) que se empleaba en determinadas ocasiones señaladas, especialmente para anunciar ciertas festividades anuales, pero también para avisar a la población sobre alguna emergencia nacional. De la misma manera que en nuestros tiempos las sirenas avisan en tiempos de guerra sobre la inminencia de un bombardeo a fin de que la población tome medidas, así el
shofar, con su sonido grave y penetrante, era la señal de que había que prepararse para un peligro acuciante.
El llamamiento es general: Desde los niños de pecho hasta los ancianos, pasando por todas las edades comprendidas entre ese arco, son convocados en esta crucial ocasión. Nadie está excluido, ni siquiera aquellos que tendrían derecho a estarlo en otras ocasiones
[ii]. Pero en este caso la reacción ante la emergencia no consiste en echar mano a las armas para defenderse o atacar, sino en quebrantarse y humillarse ante Dios. La crisis sólo es económica en su aspecto exterior, pero lo que carcome a la nación es un mal interior, de rebelión y desobediencia a Dios, siendo eso lo que amenaza su misma existencia, de ahí que sólo una vuelta profunda a él sea la solución.
Una restauración nacional.
¡Lo que puede el arrepentimiento! O mejor dicho, lo que puede la promesa que Dios ha otorgado al arrepentimiento. Los bienes elementales, cuya precariedad hacía peligrar la sostenibilidad nacional, son enviados de manera abundante y las amenazas que se cernían en el horizonte desaparecen. Pero la recuperación de la nación no acaba en el ámbito material sino que va más allá. De la sima de postración en la que había caído es sacada por el perdón de sus pecados y, tremendo anuncio, por el derramamiento de la bendición por antonomasia, que no consiste en ventajas materiales, sino en la donación del Espíritu Santo, esto es, la fuerza motriz para vivir la vida en armonía con Dios y con el prójimo. Es decir, el agente vital que permite formar una comunidad social donde la verdad y la justicia son hegemónicas.
España corre peligro, porque hay una amenaza nacional que se cierne sobre ella. Pero la antigua receta que prescribió Joel para su nación es la que nos puede salvar a nosotros también de una ruina segura.
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