Una característica que posee el error y que lo hace tan peligroso es que no es absoluto, esto es, no está totalmente equivocado sino que posee algunas trazas de verdad, si bien distorsionadas en su verdadera dimensión, mezcladas con la falsedad o separadas de su pertenencia a un conjunto armonioso.
En ese sentido ocurre lo mismo con el mal, que tampoco existe en estado absoluto, porque de ser así sería una entidad eterna con la propiedad de auto-existencia, sino que es una parodia y deformación del bien, para lo cual es necesario que contenga algunos elementos de lo bueno.
Hay tres errores que se están enseñando en las últimas décadas en no pocas iglesias con auge extraordinario y aparente garantía doctrinal, siendo piedras angulares que sus impulsores consideran fundamentales para una verdadera comprensión y vivencia del auténtico evangelio. Todos los que no anden en esa línea de enseñanza están en un nivel inferior y necesitados de acudir a los maestros, apóstoles y profetas de la nueva instrucción. Algo parecido a lo que ocurría con los antiguos gnósticos, que diferenciaban entre los
pneumátikos (del espíritu) y los
psíquikos (del alma), siendo los primeros los únicos que habían llegado a alcanzar el conocimiento por el que se obtiene la salvación. Hasta aquí todo parece correcto, porque en el Nuevo Testamento se establece una diferencia entre el hombre espiritual y el hombre natural. Pero los gnósticos basaban esa diferencia no en el arrepentimiento y la fe en Jesucristo, sino en la comprensión de un trastornado sistema doctrinal que ellos mismos habían fabricado.
Los tres errores actuales tienen que ver con un desmedido énfasis en la sanidad física, un acento no menos desorbitado en la prosperidad material y una obsesión por la demonología.
Ahora bien, ¿quién se atreverá a negar que Dios es poderoso para sanar y que de hecho sana, que nos bendice materialmente y que los demonios son una realidad, sin caer en el error?
Pero
el problema surge cuando todo eso se convierte en el eje central, alrededor del cual se construye todo un armazón de enseñanza, haciendo pivotar el evangelio sobre esas doctrinas.
Según estos maestros
la enfermedad en el cristiano es una anomalía que está fuera de la voluntad de Dios y por lo tanto, si ocurre, ha de deberse a algún problema de tipo espiritual, ya sea un pecado, una maldición que se arrastra desde algún antepasado, la obra de algún demonio o la falta de fe.
Es verdad que hay enfermedades que son consecuencia directa del desorden moral, pero es mentira que toda enfermedad lo sea.
La enfermedad es un resultado del estado de mortalidad en el que ha quedado el género humano desde la caída de Adán. Como ese estado de mortalidad física no será anulado hasta la segunda venida de Cristo, es por lo que creyentes y no creyentes están expuestos a la enfermedad, lo cual no es impedimento para que Dios obre cuando quiere conforme a su voluntad.
Es igualmente cierto que algunos casos de enfermedad pueden estar producidos por demonios, pero deducir de ahí que todas las enfermedades tienen un origen demoníaco es lo que exactamente enseña la hechicería. Los mismos maestros que enseñan que la enfermedad no es en ningún caso la voluntad de Dios para los cristianos morirán por enfermedad, igual que los demás. Es decir, el sentido común, sin necesidad de echar mano a la Biblia, nos muestra el desvarío de esta gente.
Que
la prosperidad material es una señal inequívoca de la bendición de Dios en la vida del cristiano es otra enseñanza falsa.
Es entendible la difusión que ha adquirido, porque satisface la mentalidad materialista y pagana que tenemos los seres humanos por las cosas de aquí abajo. ¿Quiere eso decir que Dios no está interesado en darnos cosas buenas y que únicamente debemos esperar lo espiritual? No, porque el mismo que creó nuestra alma también hizo nuestro cuerpo y por lo tanto es lógico pensar que nos proveerá de lo que necesitamos para cuidarlo y alimentarlo.
Pero lo que es una añadidura no puede ser esencia. Y en eso consiste el problema de los maestros de la prosperidad, que han convertido lo añadido en esencial, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.
La manía demonológica en la que algunos han caído no está lejos de la que es propia de la magia, en la que es preciso conocer los nombres particulares de los demonios para combatirlos y conjurar sus maquinaciones.
Algunas cosmogonías paganas y heréticas daban una importancia suprema a esos seres maléficos en su descripción de la creación del mundo, convirtiéndose su existencia y actividad en algo normal en la vida cotidiana de todos los individuos.
Algunas sectas, como los maniqueos, no sólo limitaban su influencia a esta vida, sino que incluso tras la muerte el alma es atacada por ellos. La misma obsesión demonológica aparece en los mandeos y en los seguidores de Zoroastro, al igual que en los ya mencionados gnósticos. De ahí al temor supersticioso sólo hay un paso.
Otra vez surge la cuestión: ¿Negaré a los demonios por los excesos sobre ellos? En ninguna manera; pero no les daré un lugar indebido que no les pertenece.
Por eso frente a toda esta avalancha de errores me mantendré asido de la Palabra, que es el ancla segura para no naufragar en los arrecifes del engaño.
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