Con la designación Patrimonio de la Humanidad la UNESCO inició en 1972 un proyecto cuyo propósito es preservar y proteger aquellos lugares que, por su "sobresaliente valor universal", son dignos de ser estimados en manera singular, al ser una riqueza común de la humanidad en conjunto.
Son más de doscientos en todo el mundo, creciendo su número cada año, y estando divididos en tres clases: culturales, naturales y mixtos. Aunque posteriormente se ha añadido una cuarta, que sería la de bienes inmateriales, como el flamenco o el silbo gomero.
Es evidente que aunque alguien no sea un experto en arte o no tenga demasiada sensibilidad estética, los sentimientos que produce la contemplación del Taj Mahal o la catedral de San Basilio son de admiración e inspiración, independientemente del trasfondo y gusto que el espectador pueda tener, al tratarse de algo universalmente valorado como piezas únicas del quehacer humano. Igualmente la contemplación del Gran Cañón o de las Cataratas Victoria no deja a nadie indiferente, al ser testimonio indubitable de la grandeza de la creación.
España es una de las naciones con más número de lugares en la lista, al haber sido su geografía escenario de grandes civilizaciones y seno de hechos históricos destacables. No es de extrañar por eso que Córdoba, Toledo, Segovia, Cáceres, Santiago o Granada, por poner unos ejemplos, hayan sido distinguidas con la preciada designación de Patrimonio de la Humanidad.
El hecho de formar parte de esa selecta lista evidentemente es un privilegio que conlleva ventajas, como son el prestigio mundial asociado y la atracción que ejerce para que visitantes y turistas viajen para contemplar el encanto del lugar, lo que supone una fuente de ingresos y prosperidad. Pero también la pertenencia a esa lista significa una responsabilidad, al contraer un compromiso para su conservación y protección. Es por eso que algunos de los lugares que han sido declarados Patrimonio de la Humanidad pueden perder esa categoría si la degradación y descuido se apoderan de los mismos, existiendo de hecho una lista de lugares en peligro.
Parece inconcebible que alguien quiera causar daño voluntario a alguno de tales sitios, mereciendo el calificativo de bárbaro quien tal haga. Claro que la ignorancia o el fanatismo, que suelen ir unidos, pueden ser una causa que provoque un desastre de esas características. En 2001 los Budas de Bamiyán, en Afganistán, fueron dinamitados por los talibanes, porque constituían una ofensa para sus principios religiosos. También la guerra, que degenera en barbarie, puede ocasionar la pérdida irreparable de lugares y legados que el pasado nos ha dejado. Los choques militares de las cruzadas con el islam en la Edad Media proporcionan abundantes ejemplos de destrucción cultural. La famosa biblioteca de Alejandría, una de las grandes instituciones culturales de la antigüedad, se perdió para siempre en una guerra civil.
No es extraño, pues, que ante la vulnerabilidad de los valiosos tesoros y riquezas tangibles e intangibles que la humanidad posee, se haya emprendido una concienciación colectiva destinada a salvaguardarlos de la degradación y la destrucción.
Uno de los tesoros que es propiedad común de toda la humanidad es el matrimonio. Desde el origen de los tiempos ha sido el instrumento insustituible por el que la raza se ha propagado y mediante el cual se han preservado principios y fundamentos que han sido la sólida base sobre la que se han construido sociedades, naciones y civilizaciones.
De sus beneficios y frutos no hay nadie que esté excluido. Por eso es merecedor de ostentar el rango de Patrimonio de la Humanidad, solo que en un grado superior al de las pirámides de Egipto o al de las Siete Maravillas de la Antigüedad. Porquesi se diera el caso de que se perdieran las pirámides su pérdida supondría una gran desgracia, pero una desgracia que se puede sobrellevar. No así si el matrimonio se diluye.
Por eso, lo mismo que ocurre con las entidades catalogadas como Patrimonio de la Humanidad, así sucede con el matrimonio: Que es preciso preservarlo incólume, frente a los ataques y distorsiones a los que está siendo sometido.
Porque la realidad es que de la misma manera que existe una barbarie que ha destruido valiosas obras irrepetibles, así también hay otra barbarie que quiere rediseñar el estado matrimonial, convirtiéndolo en otra cosa. La diferencia es que la primera tiene un rostro terrible, mientras que la segunda lo tiene amable. Pero su efecto no es menos letal.
Tal vez el error haya sido dar por sentado que el matrimonio no necesitaba cuidado ni preservación, suponiendo que se bastaría a sí mismo para perpetuarse. Pero en vista de la magnitud del ataque es preciso ponerse manos a la obra y tomar medidas para preservar este precioso bien, antes de que sus enemigos lo corrompan.
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