En estos días se está produciendo la vista judicial sobre los casos de bebés dados por muertos en la maternidad de O'Donnell de Madrid durante los años setenta y ochenta, pero que en realidad eran sustraídos de sus madres naturales para darlos en adopción a otras familias.
La presunta autora de estas sustracciones era una monja, Sor María, recién fallecida, que trabajaba en dicha maternidad y la cual tenía amplia libertad de movimientos y ascendencia sobre el personal del centro para realizar tales manejos.
A la vuelta de los años se han descubierto las manipulaciones documentales que se urdieron para privar a los bebés de sus madres legítimas.
El argumento que Sor María esgrimía en su fuero interno para hacer una cosa así era la indignidad moral que una determinada madre podía tener ante sus ojos. Por ejemplo, si una madre era soltera había muchas posibilidades de que su hijo o hija le fuera arrebatado; igualmente si se trataba de una mujer de la calle o de fama dudosa. Simultáneamente a este juicio de valor peyorativo, existía otro de sentido contrario, en el que determinadas familias eran conceptuadas dignas de recibir a los recién nacidos.
De manera que Sor María era quien determinaba el grado de idoneidad para denegar o conceder la tenencia de un hijo recién dado a luz.
Quien esto escribe podría haber sido víctima perfectamente de estos atropellos, ya que mi esposa dio a luz a una de nuestras hijas en esa maternidad en el año 1982. ¿Qué habría pasado si Sor María descubre que los padres de esa niña recién nacida eran evangélicos? ¿Hubiéramos sido dignos ante sus ojos de poder continuar siendo sus padres? Tal vez, en vista de sus criterios sobre el bien y el mal, hubiera decidido que con una familia católica nuestra hija sería mejor criada y educada que con nosotros.
Menos mal que Sor María era un caso individual en una maternidad concreta, aunque hay más imputados bajo estas acusaciones. Pero ¿qué ocurriría si su filosofía de actuación se trasladara al ámbito institucional y legislativo?
Quiero decir que en vez de ser una iniciativa privada, como lo fue la suya, fuera otra de carácter legal y estatal. Sencillamente que estaríamos ante una monstruosidad, en la que el Estado dictaminaría, según determinados cánones, quién es digno y quién no lo es de ostentar ciertos derechos.
No es difícil establecer un vínculo de conexión entre la filosofía que movía a esta monja con otras filosofías a lo largo de la historia, que terminaron por hacer distinciones esenciales entre las personas, que afectaban a sus derechos fundamentales, y acabaron siendo germen de abusos y atrocidades.
Sor María pensaba que su criterio era el mejor para decidir quién podía quedarse con un recién nacido. El problema es que al llevar a la acción esa pauta, se erigió en juez inapelable de quién es digno o indigno, violando el derecho natural de esas madres a seguir siéndolo.
Esta monja se arrogó competencias que no eran de su incumbencia, ni de la de nadie, y en eso radica su culpabilidad. Esto enseña que hay una delgada línea, fácilmente traspasable, por la que lo que se cree se puede convertir en una imposición forzada hacia otros que anula sus legítimos derechos. Es decir, que en aras de unos principios subjetivos se sacrifican otros objetivos.
Algunos cristianos, en su celo por proclamar las excelencias de la fe, han traspasado esa fina línea y se han convertido en fanáticos impositores de la misma. La historia está llena de ejemplos.
En la ciudad alemana de Münster se llevó a cabo en el siglo XVI uno de los experimentos más desastrosos que imaginarse puedan para implantar el reino de Dios en la tierra. Al recurrir a la fuerza, aquellos extremistas provocaron una reacción que acabó en un baño de sangre y en un descrédito para el evangelio.
Y es que una cosa es el celo por Dios, algo excelente si está bien dirigido, y otra querer suplantar a Dios. Es lo que hicieron aquellos de Münster entonces y es lo que presuntamente hizo Sor María después. La gran lección en todo esto es que pretendiendo actuar en el nombre de Dios, se pueden llevar a cabo obras que el mismo Dios abomina. Por eso es muy importante dejar que Dios sea Dios y nosotros conformarnos con el papel que nos compete.
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