La penúltima, porque desgraciadamente no será la última, matanza llevada a cabo en Estados Unidos en el colegio de Newtown ha vuelto a suscitar de nuevo el debate sobre el control de armas en la población civil en esa nación.
Desde la distancia la solución es fácil para un europeo, consistiendo básicamente en la prohibición de su venta y en la regulación absoluta de su tenencia por parte del Estado. Esta es la mentalidad que desde este lado del Océano Atlántico tenemos y la cual vemos como normal y natural, siendo la práctica que está sancionada por la ley.
Pero esa hipotética solución no es tan fácilmente aplicable en un país en cuyos orígenes la tenencia y uso de las armas por parte de cualquier persona desempeñó un papel crucial.
En el momento que escribo esto tengo ante mí un ejemplar comentado de la Constitución de Estados Unidos y en la segunda enmienda, que garantiza el derecho a tener armas, se hace el siguiente comentario: 'El derecho a tener armas fue sobremanera precioso para hombres que tenían que enfrentar peligros de muchas clases en su vida cotidiana. Los granjeros coloniales con sus mosquetones ayudaron a ganar la Guerra Revolucionaria [se refiere a la guerra de independencia que libraron las colonias contra Gran Bretaña]. En la frontera un arma era normalmente la única protección de la familia pionera contra las bestias salvajes y los indios merodeadores.'
Esta tenencia y uso de las armas quedó consagrado en el Bill of Rights, que quedó aprobado por todos los Estados de la Unión en 1791. De manera que tal derecho está firmemente enraizado en la idiosincrasia de esa nación, formando parte de su esencia.
Las miles y miles de películas sobre el Oeste expresan de modo fehaciente que la tenencia de armas por parte de personas que no eran oficiales del Gobierno fue un asunto que, durante mucho tiempo después del nacimiento de la nación, siguió siendo parte del
status quo, para defenderse de forajidos y malhechores. Hay, pues, una línea que, sin solución de continuidad, llega hasta nuestros días, ya que la delincuencia y el hampa no son cosa solamente del pasado.
Claro que la respuesta que los europeos daríamos es que para combatir el crimen están los órganos del Estado, como la policía y otros cuerpos oficiales de seguridad. Pero la réplica a esa respuesta por parte de los estadounidenses sería que ante un peligro inminente en el que está en juego la vida o la propiedad, cada persona ha de tener el derecho a defenderse en el momento de la agresión, pues de lo contrario el delincuente goza de todas las ventajas, ya que la acción policial evidentemente llegará
a posteriori, cuando ya se haya perpetrado el crimen.
Desde esa perspectiva, el derecho a la defensa propia, que sería uno de los derechos fundamentales del individuo, es de donde nace el derecho a tener armas. Pero como todos los derechos éste también es susceptible de abuso o de mal uso, siendo uno de los resultados las matanzas indiscriminadas que regularmente sacuden a esa nación. La pregunta, entonces, es: ¿Hay que mantener el derecho, a pesar del riesgo que se corre por el ejercicio del mismo, o hay que negar el derecho, para evitar ese riesgo?
Los estadounidenses mayoritariamente se inclinan por la primera opción, los europeos por la segunda.
Sin embargo,
lo que a los europeos nos parece claro y contundente con respecto a las armas, en el sentido de que el Estado se haga cargo de su regulación, ya no nos parece tan claro cuando se trata de otros aspectos de nuestra libertad.
Este sería el caso,
por ejemplo, de la censura.
Sabemos que hay muchas cosas perniciosas en sí mismas que están al alcance de nuestra mano, o mejor dicho, del ratón que gobierna nuestra mano. Pero ¿algún europeo defendería que para evitar los daños personales y colectivos debería el Estado vigilar nuestra seguridad y censurar contenidos y páginas de Internet? Responderíamos que es mejor el riesgo del derecho que la anulación del derecho. Y que la opción de la libertad personal es competencia del individuo y no del Estado.
Es decir, que aquí sí tenemos las cosas claras, aunque los perjuicios que la libertad mal empleada produce son tantos y tan profundos que alguien podría perfectamente preguntar cuál es el menor y mayor de los dos males, si la negación de la libertad o su abuso.
La libertad es un don de Dios que solamente los seres humanos tenemos, porque nos dotó de albedrío. Durante un tiempo tuvimos el poder de hacer buen uso de esa capacidad. El problema consistió en que teniendo el poder faltó la voluntad para perseverar en ese buen uso. A partir de entonces lo que era un pavimento sólido se ha convertido en un terreno escabroso, al tener que convivir con los peligros y daños de la libertad por nuestra propensión a usarla mal.
Doy gracias a Dios porque en el cielo y la tierra nueva habrá libertad sin peligro de que se use mal. Es decir, habrá perfecta libertad, consistente en la inclinación y fijación de la voluntad hacia lo bueno de manera perdurable, porque allí estará el árbol de la vida
[i], pero ya no habrá árbol de la ciencia del bien y del mal.
Mientras llega ese día
he de emplearme a fondo, sostenido por la gracia de Dios, para que en mi ejercicio de la libertad no sobrepase los límites que Dios ha estipulado.
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