Fue todo un prototipo de superación ante las adversidades inconmensurables a las que tuvo que enfrentarse en su vida profesional y personal, cuando el cáncer hizo acto de presencia y todo indicaba que su carrera había terminado.
Sin embargo, resurgió de sus cenizas y logró lo que nadie hasta entonces había sido capaz de hacer: Ganar siete Tours consecutivos.
Era la admiración del mundo entero, por su demostración de temple psicológico y físico para doblegar y sobreponerse a una enfermedad tan grave y llegar a lo más alto. Con su hazaña había superado a todos los grandes nombres del ciclismo mundial, como Anquetil, Merckx o Indurain.
Claro que no faltaron desde el principio las acusaciones y sospechas de dopaje, si bien nada pudo demostrarse fehacientemente, por lo que parecían ser movidas más por los celos y la envidia que por razones de peso. Estas acusaciones parecían ser otra prueba más a la que el ciclista americano se enfrentaba, venciéndolas de manera contundente igual que a sus adversarios en la carretera.
El nombre de Lance Armstrong había entrado por derecho propio en el santuario al que solo acceden los más grandes de la historia del deporte de todos los tiempos.
Pero tras intensas y persistentes pesquisas, que han durado años,
se ha llegado a demostrar que todo lo que Armstrong había conseguido era fruto de una compleja operación de dopaje, en la que su propio equipo estuvo activamente involucrado. Finalmente el veredicto de la UCI (Unión Ciclista Internacional) ha sido determinante y en octubre de 2012 lo suspendía de por vida y le retiraba los siete Tours que había ganado.
Así fue como el gran ciclista pasó del todo a la nada, cayendo a tierra del podio al que había sido encumbrado.
Su nombre quedaba unido a la lista de deportistas fraudulentos que, tras haber asombrado a todos, salían por la puerta de atrás vergonzosamente, como Ben Johnson y Marion Jones.
El problema de fondo en este tipo de actuaciones se podría resumir escuetamente de este modo: Es el intento de alcanzar la gloria de manera ilegal. Personas que no conformes con sus posibilidades, aspiran a lo que honradamente no pueden conseguir y para ello recurren a medios prohibidos. Al hacerlo, están cometiendo una injusticia con sus competidores y ocupando un lugar que no les corresponde. En resumidas cuentas, el problema es de carácter moral, al estar presente el engaño en su acción.
En diversas ocasiones en el Nuevo Testamento se compara a la vida cristiana con una competición deportiva, en la que están presentes todos los ingredientes esenciales a la misma: Un estímulo
[i], que no es lo mismo que un estimulante, una autodisciplina sacrificada
[ii], una mentalización
[iii], un entrenamiento asiduo
[iv], unas normas rectoras
[v], una perseverancia constante
[vi], un ejemplo inspirador
[vii] y un juez imparcial
[viii]. La diferencia entre una y otra competición consiste en que la gloria de la una no puede compararse con la de la otra, pues una es perecedera y la otra imperecedera.
Pero pudiera ocurrir, al igual que en el caso de Armstrong, que hubiera quien intentara lograr la gloria saltándose lo estipulado por quien otorga tal gloria. A tal efecto
hay un caso destacado que ilustra esta pretensión y que está recogido en esta ilustración que Jesús relató:
'El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas para su hijo... Y entró el rey para ver a los convidados y vio allí a un hombre que no estaba vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido boda? Mas él enmudeció. Entonces el rey dijo a los que servían: Atadle de pies y manos y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes.'
[ix]
Entre el grupo de convidados estaba uno que había entrado en el recinto para participar y disfrutar de la memorable ocasión, pero lo había hecho sin someterse a la norma establecida por el anfitrión. Consideraba que su propio criterio era suficiente para darle el derecho a estar allí.
Era una pretensión que implicaba dos cosas: Por un lado el desprecio hacia lo que el anfitrión había establecido y por otro la creencia en su autosuficiencia. Es decir, quería las ventajas del evento pero no la responsabilidad que el mismo requería. Y cuando el anfitrión le cuestionó, su respuesta fue el silencio. Se trataba de un silencio culpable, porque el interpelado no tenía argumentos que presentar en su defensa; más bien era consciente de la impostura de su tentativa. La terrible sentencia del anfitrión no deja lugar a dudas de que su voluntad, en cuanto al procedimiento para tener derecho a participar en la celebración, nunca va a ser suplantada por cualquier voluntad particular.
Armstrong intentó engañar a todos, pero al final se descubrió la trama. Tengamos cuidado con pretender hacer algo parecido en una cuestión en la que está en juego el destino eterno. Tal vez los demás invitados no se percaten del artificio, pero es seguro que al anfitrión no le pasará desapercibido.
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