La brillante hoja de servicios del general David Petraeus ha quedado irreparablemente dañada por el escándalo de una aventura amorosa extramatrimonial.
Sus logros en el campo militar tuvieron que ver especialmente con la guerra de Irak, donde fue el jefe (2007-2008) de la coalición multinacional desplegada en ese país, siendo una figura clave en el proceso para reconducir la caótica situación en la que el país había quedado tras la muerte de Saddam Hussein, de modo que quedara encauzada por derroteros menos violentos.
Tras ello fue nombrado jefe del Centcom, la organización estadounidense para operaciones militares que abarca desde el Cuerno de África, pasando por Oriente Medio, hasta Asia Central.
En la cumbre de su éxito Petraeus fue nombrado director de la CIA, la agencia de espionaje federal. Mientras tanto, había recibido honores y reconocimientos por parte del Senado, además de varias prestigiosas medallas por su confirmado valor ante el enemigo.
El apellido de este hombre, Petraeus, procedente del latín, hace referencia a la cualidad de pétreo o rocoso. En otras palabras, algo sólido, consistente y fuerte como una roca lo es. Y ciertamente ha hecho honor a su apellido, ya que en su carrera profesional ha demostrado sobradamente esas cualidades. Tomar decisiones difíciles en las que están en juego las vidas de muchos hombres, arriesgar la suya propia en hostiles escenarios bélicos, diseñar estrategias para combatir al terrorismo y tratar de tú a tú con los grandes de este mundo, presuponen una fuerza que pocos tienen.
Sin embargo,
lo que era tan pétreo se ha desmoronado ante la seducción de una mujer y como consecuencia todo lo anteriormente conseguido ha quedado fatalmente trastocado.
Esto pone de manifiesto que
es más fácil gobernar a otros que gobernarse a uno mismo. Que el dominio propio del carácter es una tarea infinitamente más complicada que el dominio de los hombres más curtidos que puedan estar bajo nuestro mando. Que es posible tener victorias externas y acumular distinciones y, no obstante, perder la batalla más crucial de todas: La que tiene que ver con las pasiones y deseos. Que el enemigo más poderoso que existe no se vence con armamento convencional, porque es de carácter moral.
El caso de David Petraeus evidencia esa debilidad congénita que hay en la naturaleza humana, independientemente de la aparente fuerza que se ostente.
Llama la atención que en un tiempo en el que se han roto muchos diques de contención morales y espirituales, que durante siglos habían servido como freno y aviso del desorden y la corrupción, el caso de David Petraeus sirva para poner en evidencia el fracaso en última instancia de lo que se ha denominado liberación de tabúes restrictivos trasnochados, como son todos aquellos que tienen que ver con la sexualidad. Porque
si la promiscuidad es un avance ¿por qué el caso de este hombre resulta tan escandaloso? Si la infidelidad es una opción ¿qué hay de malo en que haya tenido una relación fuera del matrimonio? Si el antiguo código moral que enseñaba que la sexualidad debe quedar reducida al ámbito del matrimonio está superado por nuevas normas éticas ¿cuál es el problema con David Petraeus? ¿Cómo es que los mismos que combaten la moral judeo-cristiana, por ser estrecha e intolerante, condenan lo que él ha hecho?
¿No será, después de todo, que el edificio que hemos levantado para justificar lo vergonzoso, cuando llega la hora de la verdad, no puede soportar la más mínima argumentación que lo defienda? ¿Que, a fin de cuentas, el viejo y denostado matrimonio entre un hombre y una mujer, basado en una relación de fidelidad recíproca, no tiene alternativa? ¿Que toda la falsedad y el engaño con el que se ha impregnado la nueva filosofía de la liberación es solo una pátina superficial que se desconcha fácilmente cuando escarbas un poco en ella?
David Petraeus estaba casado. Sin embargo, su matrimonio era perfectamente compatible con sus altas y delicadas tareas, no habiendo la más mínima sospecha sobre él a causa del mismo. Pero ha bastado que una mujer extraña se cruzara en su vida para que de golpe haya quedado en entredicho su honor y credibilidad, siendo investigado por ello. Eso quiere decir que
hay una relación entre lo privado y lo público, lo que echa por tierra la tesis de quienes hacen un tabique de separación entre lo particular y lo oficial. Es decir, digan lo que digan los inventores de teorías morales, psicológicas y sociológicas torcidas, el matrimonio ha sido, es y será equivalente de honorabilidad, mientras que la infidelidad lo es de vergüenza y deshonra.
Hace algo más de 3.000 años hubo otro hombre, pétreo como la roca, que obtuvo admirables victorias y realizó grandes hazañas en favor de su pueblo y en contra de sus enemigos. Era invencible. O eso parecía.
Tenía un secreto que era la clave de su fuerza. El problema es que no tuvo fuerza para guardar su secreto. Dalila se cruzó en su vida y se lo sonsacó, quedando así derrotado y humillado ante sus enemigos.
Lo que los filisteos no consiguieron en el campo de batalla lo logró una mujer extraña en el lecho de la seducción.
Y es que el aviso sobre la mujer extraña sigue siendo tan vigente como cuando se escribió este antiguo proverbio: 'Ahora, pues, hijos, oídme, y estad atentos a las razones de mi boca. No se aparte tu corazón a sus caminos; no yerres en sus veredas. Porque a muchos ha hecho caer heridos, y aun los más fuertes han sido muertos por ella. Camino al Seol es su casa, que conduce a las cámaras de la muerte.'
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