Entre los peores términos que pueden aplicarse a cualquiera a causa de sus creencias religiosas están los de herejía y secta.
El primero fue usado durante muchos siglos para estigmatizar de manera señalada a los que se apartaban de la ortodoxia; el segundo para quienes formaran parte de algún grupo disidente frente a la Iglesia establecida.
Es interesante que los evangélicos en España hemos tenido que soportar ambos apelativos denigratorios, pero procediendo cada uno de fuentes distintas. El de herejía nos fue aplicado exclusivamente por la Iglesia católica, especialmente mientras fue la única confesión estatal reconocida. El de secta se nos ha aplicado, y todavía se nos aplica, desde ámbitos seculares que desdeñan lo espiritual y religioso. La etapa de la transición a la democracia erradicó el primer término, pero consagró el segundo.
Sin embargo, el significado original de la palabra griega de la que proceden ambos términos no necesariamente es infame. De hecho, el vocablo 'airesis en la etapa clásica significó 'seleccionar', 'escoger'. De ahí que se empleara para designar la postura de una determinada línea de enseñanza o escuela filosófica, que se había decantado en favor de una doctrina específica.
Un paso más en la evolución del término se dio al asociar al mismo la idea de parcialidad, ya que suponía la preferencia hacia una parte de la verdad en lugar de hacia toda ella. Con este precedente se abría paso el significado actual, por el que la palabra herejía llega a ser un error doctrinal o teológico por el hecho de escoger una porción de la Revelación y no el conjunto de la misma.
Esta tendencia a preferir una parte en lugar del todo está siempre latente en el corazón humano, que procura lo que le resulta grato y beneficioso, pero elude todo lo que tenga que ver con lo desagradable y doloroso. Pues bien, la predilección por un aspecto del evangelio es lo que en determinado momento expresó sin ambages el apóstol Pedro.
Estaba, junto con Santiago y Juan, en aquella cima del monte adonde Jesús les había llevado. De pronto, algo sobrenatural ocurrió que convirtió aquel lugar en una antesala del cielo. La figura de Jesús cambió totalmente de aspecto, hasta el punto de que su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos eran blancos como la luz.
Nunca lo habían visto así y aquello era una demostración tangible de su gloria. Lo que estaba velado normalmente se desveló en aquel momento y Pedro y sus compañeros fueron testigos oculares de aquella realidad trascendente. También se aparecieron Moisés y Elías. Era una escena maravillosa, de ahí que Pedro quisiera perpetuarla.
Podemos comprender perfectamente sus palabras: "Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, hagamos tres enramadas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.[i]" La compañía de los santos glorificados y la presencia de Jesús glorificado es todo lo que queremos, por eso ¡quedémonos aquí! Es esta faceta exaltada la que Pedro quiere retener y al hacerlo escoge la parte de Jesús que le agrada, la de la bienaventuranza.
Pero para que esa escena sea permanente, como quiere Pedro, será necesario que Jesús pase por la cruz y sea el varón de dolores profetizado siglos antes. Es decir, la gloria de Jesús en el monte de la transfiguración será perpetua solo después de que él haya pasado por el monte de la condenación y haya bebido la amarga copa que el Padre le ha preparado. Igualmente, esa visión beatífica solo podrá ser experimentada por el discípulo una vez que él mismo haya tomado su propia cruz y haya ido en los pasos de Jesús.
El evangelio tiene dos caras que forman parte de la misma moneda: la de la bendición y la de la negación de uno mismo.
Ambas forman el todo. Pero Pedro quiere quedarse solamente con la primera y al hacerlo está pronunciando la palabra de herejía, porque escoge una de las dos. Es destacable que esa palabra de herejía viene después de aquella otra palabra de sabiduría humana
[ii], por la que expresó su aborrecimiento al anuncio que Jesús hiciera de su sufrimiento y muerte. Es decir, la palabra de sabiduría humana es la madre de la palabra de herejía.
Las distorsiones del evangelio actuales tienen que ver con la misma tendencia. El evangelio de la prosperidad, por poner un ejemplo, no contempla el lado desagradable, por lo que sus apologistas y predicadores promueven la herejía abiertamente. Igualmente lo hacen los de la confesión positiva, al subrayar que está en nuestra mano quedarnos solamente con el aspecto beneficioso del evangelio y que está expresado en el lema: Lo que dices recibes.
¡Cuidado con seleccionar del evangelio lo que nos gusta o es popular! Que no seamos heréticos ni sectarios, sino receptores de todo el consejo de Dios[iii].
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