Todo indicaba que aquella mañana se llevarían a cabo los protocolos previstos de antemano. Después de todo eran las mismas pautas que durante generaciones se había venido haciendo con los que acababan de fallecer.
Más aún, era lo que se esperaría de personas allegadas, que durante tres años habían compartido con el finado tantos momentos especiales, tantas ocasiones únicas e irrepetibles que todavía estaban frescas en su memoria y sentimientos. Es por eso que lo que aquellas mujeres se disponían a realizar era lo lógico y natural. Aunque el difunto no era, ni mucho menos, uno más que la implacable guadaña se había encargado de segar del mundo de los vivos. Un anciano, pocos días después de su nacimiento, había predicho que consistiría su sino en la vida en convertirse en "señal que será contradicha."
[i] Y efectivamente, a todos los efectos, así ocurrió, pues su persona suscitó los más vivos y encontrados sentimientos, que partidarios y detractores, a la vez, mostraron hacia él.
Y ahora tocaba ejecutar el último acto de adhesión, el detalle que cerraba todo un ciclo y que nadie mejor que la sensibilidad femenina podía efectuar.
Aquellas mujeres que tan temprano fueron al sepulcro, ni por un momento dudaron de que las cosas estarían tal como habían quedado al comenzar el día de reposo, cuando apresuradamente el cadáver fue puesto en la fría losa y la entrada cerrada con la enorme piedra.
Su única inquietud era cómo harían para removerla y entrar adentro, a fin de ungir el cuerpo con las especias y fragancias que con tanto esmero habían preparado. Su acto era un ejercicio penetrado de la más profunda piedad; pero al mismo tiempo era la constatación, el reconocimiento, de que en aquella tumba, como en cualquier otra tumba, la inapelable ley de la muerte había cincelado su sello irrevocable. Es decir,
era la piedad movida por una clase de fe que se detiene ante las puertas de la muerte. La piedad que proclama inequívocamente profunda devoción hacia el fallecido, pero que al mismo tiempo publica, no menos inequívocamente, que la muerte es quien tiene la última palabra.
Pero ¿eran las mujeres las únicas que daban por sentado que todo había terminado? ¿Acaso aquellos varones que habían estado con él no estaban también dando por sentado la fuerza de los hechos acaecidos? Ellos ni siquiera se molestaron en acercarse temprano al sepulcro. ¿Para qué?
Todo lo que allí ya se podía hacer eran cosas sentimentales, más propias de mujeres, actos simbólicos que no cambiarían para nada lo sucedido.
Por eso, cuando ellas regresaron anunciándoles que la tumba estaba vacía y que dos varones con aspecto sobrenatural les habían dicho que el muerto había resucitado, las tomaron por locas. Ya se sabe, las mujeres son fáciles presas de excitaciones y arrebatos, con evidente tendencia a lo emocional; pero en aquel aposento había once varones racionales y sensatos que no iban a dejarse impresionar por el más que dudoso testimonio de unas pocas mujeres. Aunque... ¿y si hubiera un atisbo de razón en lo que ellas decían?
Otros dos compañeros de ellos iban ese mismo día camino de una aldea cercana. Mientras caminaban un desconocido se puso a su lado, quien percibió enseguida la tristeza que se había apoderado de ellos. La razón de la misma era el pesar y la decepción por lo que habían esperado que iba a pasar y lo que en realidad había sucedido. Habían sido testigos de hechos asombrosos, de jornadas gloriosas, de enseñanzas y momentos sublimes. Pensaban que todo ello marcaba el comienzo de la nueva era, que desde tiempos antiguos había sido prometida a través de aquellos hombre inspirados, los profetas. Por fin, tras siglos de paciente espera todo indicaba que el anunciado vuelco de todas las cosas tendría lugar. Pero ¡oh desengaño! aquel en quien habían depositado sus esperanzas estaba ahora muerto. No sólo eso, sino que su muerte se había producido a consecuencia de su entrega por parte de las propias autoridades religiosas de la nación. ¿Cómo reconciliar que los pastores del rebaño fueran los entregadores del mayoral de los pastores?
Claro que también habían escuchado el sorprendente relato de las mujeres, quienes afirmaban que unos ángeles habían dicho que él estaba vivo. Esto les producía perplejidad, porque si fuera verdad significaría que su esperanza no estaba muerta; pero, al mismo tiempo, todo era cuestión de palabras; palabras de mujeres acerca de palabras de supuestos ángeles. Aunque había que reconocer que algunos de aquellos incrédulos varones fueron al sepulcro a hacer la comprobación, con el hallazgo de que estaba vacío, aunque a él nadie lo había visto.
En los corazones de estos dos caminantes había un cúmulo de sentimientos encontrados: añoranza por los tiempos pasados, decepción por su muerte, incomprensión por los autores de esa muerte, perplejidad por el anuncio de las mujeres, atisbo de esperanza por la tumba vacía y duda por el misterio sobre su paradero. ¡Qué cóctel tan difícil de digerir!
Claro que había uno de los once que no se dejaría mover de su posición de que todo había terminado. Este era el irreductible del grupo. No ya sólo el testimonio de las mujeres era para él irrelevante; el de sus mismos colegas, que ya lo habían visto vivo, no le ofrecía mayor credibilidad que el de ellas. Y es que la fe en lo que se puede ver y tocar era su máxima en la vida.
Aunque, a decir verdad, no hay que ser demasiado duros con él, si no somos demasiados duros con nosotros mismos. En realidad, tampoco hay que ser demasiados duros con las mujeres, cuya piedad consistía meramente en cumplir un tierno ejercicio para con el muerto. Ni tampoco con aquellos varones, que no hicieron caso de lo que ellas les decían. Ni igualmente con la pareja atrapada en aquel cúmulo de reacciones contrarias.
Cada uno de nosotros pertenece, en el mejor de los casos, a una de esas categorías, de las que solo nos puede sacar la manifestación de Jesús resucitado, que es, a fin de cuentas, la piedra angular de la buena nueva. Una buena nueva que no es solamente doctrina, aunque tiene doctrina; que no es únicamente tradición, aunque posee tradición; que no es meramente un estilo de vida, aunque hay una forma de vida que le es inherente. Es un encuentro personal y decisivo con Aquel que vive para siempre.
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