Las encuestas realizadas en España durante los últimos meses han sacado a la luz la preocupación que constituye para los ciudadanos la clase política, estando, de hecho, entre los principales motivos de inquietud, solo superado por la crisis económica y la falta de trabajo.
Que los gobernados califiquen como problema a sus gobernantes y posibles gobernantes habla elocuentemente de la pérdida de credibilidad de quienes ostentan la representación popular. Muy relacionados con ese desprestigio estarían los casos de corrupción que han llegado a alcanzar a personas en elevadas posiciones, hasta el punto de que destacadas instituciones han quedado dañadas de forma difícilmente reparable.
Es decir, la gravedad del asunto radica en que el descrédito de la persona no se limita a ella misma, sino que se contagia a la institución u oficio que representa.
Ante los notorios y variados casos de corrupción siempre se puede argumentar que la diferencia entre la corrupción en una democracia y la corrupción en una dictadura es que en la primera es detectable y sancionable, mientras que en la segunda no es ni lo uno ni lo otro. Pero ese argumento es un arma de doble filo, porque en una dictadura hay una neta separación entre pueblo y gobernantes, mientras que en una democracia los gobernantes son la continuidad y expresión de los gobernados, de modo que si la corrupción se ha constituido en un problema entre los primeros, es porque es un problema entre los segundos. Por otro lado, el mal ejemplo de los gobernantes influye negativamente en los gobernados, que pueden pensar que si quienes tendrían que ser modelos no lo son, ellos pueden hacer lo mismo. Estaríamos, pues, ante un círculo vicioso o una especie de bola de nieve que va en aumento, con difícil solución.
¿Por dónde empezar a atajar el problema? ¿Por arriba o por abajo? Si se empieza por arriba sin acometer el problema por abajo, solo estaremos tocando la punta del iceberg; pero si se empieza por abajo sin tocar a los de arriba, estaremos pidiendo a éstos lo que no hacen aquéllos.
Por otro lado, la tarea es de una envergadura tan formidable que sobrepasa la capacidad del estadista más competente, porque la cuestión de la corrupción no se arregla solamente con leyes, que solamente afectan a la conducta externa y por tanto siempre se pueden encontrar vericuetos legales para eludirlas, sino que tiene su sede en el corazón, con lo que estaríamos ante algo que pertenece a la moral y a la conciencia y por consiguiente ante una ley interior que ningún hombre tiene el poder de implantar allí.
No obstante, como nadie es gobernante en contra de su voluntad, desde el momento en que se es elegido para un cargo representativo, automáticamente adquiere una responsabilidad que no tenía antes, lo cual supone que voluntariamente asume que en el desempeño de su función su proceder en el manejo de lo material va a ser ejemplar, independientemente de cuál sea el estado moral de aquellos a quienes representa. Es decir, si bien gobernantes y gobernados están en pie de igualdad ante la ley, los primeros, por causa de su dimensión e influencia pública, tienen un plus de responsabilidad que no tienen los segundos.
Como la tendencia a la corrupción es algo alojado en el corazón humano, se hace preciso que quienes por su posición tienen más posibilidades de ser seducidos por ella, ejerzan una mayor vigilancia, con lo cual los "Padres de la Patria" han de ser escrupulosos supervisores de sí mismos, negándose para sí lo que a otros les sería lícito hacer. Es un riguroso y difícil cometido, pero va implícito en el cargo que prometieron cumplir.
Es por ello que cuando la Biblia habla de las cualidades de un cargo público, una de las cuestiones que recalca es su incorruptibilidad, entre otras cosas, sobre las cuestiones materiales.
'No aumentará caballos para sí...'
[i], esta orden no tiene nada que ver con una prohibición sobre el necesario equipamiento militar de la nación, sino con el capricho personal, que busca satisfacer un deseo de gratificación narcisista. 'Ni plata ni oro amontonará para sí en abundancia.'
[ii] La riqueza personal, nótese el enfático 'para sí', factible de ser lograda por la alta función que se ejerce, queda categóricamente prohibida, ya que es una manifestación de codicia y una invitación a más codicia material; es decir, a mayor corrupción.
En otro lugar se exige como cualidad de los que ejercen cargos públicos 'que aborrezcan la avaricia'
[iii], ya que de lo contrario serán susceptibles de ser sobornados o manipulados en el desempeño de sus funciones, quedando atrapados en las redes de la rapiña. Aborrecer no es una palabra suave, lo que quiere decir que se trata de una clase de personas de elevado carácter moral.
España está sumida en una grave situación económica, entre otras cosas porque cuando hubo abundancia el dinero se dilapidó alegremente, pensando que tal condición sería para siempre. Eso mismo se hizo con el dinero público, que sirvió para alimentar intereses espurios y bolsillos particulares. El resultado, como no podía ser de otro modo, ha sido la precariedad y pobreza generalizadas. Y es que el viejo refrán sigue siendo vigente: La avaricia rompe el saco.
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