Estamos en el último año de la historia de la humanidad. El tope al que llegaremos será el 21 de diciembre, fecha en la que el mundo acabará. No habrá, pues, otra ocasión de festejar la llegada del año nuevo y ni siquiera la de la Navidad, que es posterior a esa fecha. Todo lo que le queda a este mundo son unos pocos días, en el momento que escribo esto, para que su consumación se produzca. Todo ello de acuerdo a las predicciones mayas.
Son muchas las ocasiones en las que se le ha puesto fecha límite a este mundo, especialmente desde el ángulo religioso, con decenas de predicciones realizadas que jalonan una ininterrumpida línea de vaticinios fracasados. El maya no será el último.
Todavía está reciente la redonda fecha del año 2000, cuando los peores augurios procedentes, no de exaltados religiosos, sino de equilibrados seculares avisaban de un cataclismo mundial por aquello del "efecto 2000", los famosos dígitos que pondrían las fechas de todos los ordenadores del mundo a cero, con el consiguiente colapso tecnológico y económico. Pero el año llegó 2000 llegó, pasó y nada de aquello sucedió. Tanta agitación y tanta alarma, para nada.
Hay una picazón en el ser humano acerca de este asunto, que se manifiesta tanto en el terreno individual como en el colectivo. Algunos son tan proclives a este tipo de cosas que, a pesar de los desmentidos tozudos de la realidad, insisten una y otra vez en realizar pronósticos, propugnar fechas y construir elucubraciones que son como pirámides invertidas, sin base de sustentación. Grupos hay cuya piedra angular teológica es precisamente ese frenesí por los cálculos y el calendario. Probablemente nunca fue más verdad aquello de que "la única lección que aprendemos de la historia es que el ser humano no aprende nada de ella", dada la incapacidad para escarmentar por los errores del pasado.
Y sin embargo, este mundo tiene fecha de caducidad, aunque el Fabricante no nos ha dicho cuál es.
Hay razones naturales evidentes que así lo constatan. Del mismo modo que nosotros tenemos un ciclo biológico que inexorablemente impone su ley, así el mundo también lo tiene. Las mismas leyes físicas lo proclaman, al enunciar que existe una tendencia natural de lo superior a lo inferior irreversible, como enseña la segunda ley de la termodinámica, razón por la cual tenemos un problema energético que, llegado un momento, será insuperable, porque, al igual que en la película de los hermanos Marx, habremos tenido que recurrir a quemar el tren para hacerlo andar.
Pero más allá de lo que la misma constitución material de las cosas pregona,
está también su constitución moral, donde se puede establecer un paralelo de degradación similar al que existe en el ámbito físico. Esa tendencia a la corrupción es la que ha provocado el punto y final de civilizaciones y culturas, que, al llegar a un nivel determinado de desorden, han firmado su sentencia de extinción. Numerosos son los ejemplos a lo largo de la historia, en los que desde colosales imperios hasta sociedades más nucleares se han derrumbado, incapaces de soportar su propio peso de iniquidad.
Pero hay una razón todavía mayor que la física y la moral para entender que este mundo tiene fecha de caducidad. Es la que se podría denominar razón teleológica, entendiendo por tal término que este mundo camina hacia un fin (telos) que ha sido establecido por una mente que, desde el principio, le marcó su término. Y aquí es donde entramos de lleno en la consideración de Dios y su propósito. Un propósito que nada ni nadie va a poder impedir, retardar ni adelantar, a pesar de los intentos para hacerlo o de las burlas para negarlo.
Los mayas tenían su calendario, siendo expertos en cálculos matemáticos y otros logros científicos astronómicos, aunque, y esto me atrevo a asegurarlo por anticipado, erraron en la fecha del fin del mundo, fijada para el 21 de diciembre de 2012. Otros pueden tener la suya propia, que acabará arrojada en el mismo montón de escombros formado por las divagaciones que los hombres, en el curso del tiempo, han hecho.
Pero Dios tiene su propio calendario; no coincide con el nuestro ya que ni siquiera contabiliza el tiempo como nosotros lo hacemos, porque su medida del mismo es diferente. En ese calendario hay un día final señalado: "...un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos."
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Eso significa que habrá una comparecencia, en la cual todos y cada uno habremos de presentarnos para dar cuenta de lo que hayamos hecho. Por eso ese día puede ser el más terrible de cuantos ha habido o el más maravilloso de todos. Presentarnos ante el juez tal cual somos, supondrá lo primero; presentarnos revestidos con la justicia gratuita de Jesucristo, lo segundo.
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