Es un auténtico bombardeo, a todas horas, en todas las cadenas, de todas las marcas y con todos los reclamos que sean menester. En estos días, al igual que ocurre también en otras fechas señaladas del año, los anunciantes de fragancias y esencias invierten mucho dinero en publicidad, para vendernos las maravillas, los ensueños y conquistas que podemos conseguir, si solo rociamos nuestra epidermis con un toque de sus productos.
Productos que realizan milagros y portentos, al poner al alcance de la mano todo aquello que siempre se había soñado, especialmente en lo que tiene que ver con el sexo opuesto, aunque no faltan tampoco los que ejercen su hechizo sobre el mismo sexo.
Si alguna vez hubo algo que se pareció al mítico elixir de la eterna juventud, eso son todos esos líquidos capturados en unos recipientes de formas seductoras, atrayentes y agradables al tacto y a la vista, donde parece estar contenido ese todo inasequible, que ahora sí es asequible. Parece mentira que estas aguas milagrosas, estas aguas benditas, posean las propiedades que, si hacemos caso a sus patrocinadores, nos pueden dar la clave del éxito, convirtiéndonos en emuladores de aquellos que ya han llegado a la cima.
Las hay para todas las categorías. Para los clásicos, para los inclasificables, para los rebeldes, para los maduros, para los adolescentes, para los tímidos, para los atrevidos y para los desenfadados. Las hay para los pícaros, para los seductores, para los ingenuos, para los expertos, para los inexpertos, para los soñadores, para los realistas y, por supuesto, para los románticos.
Nadie se queda fuera de este reclamo, para todos es válido su llamamiento.
Aunque pensándolo bien,
se trata de algo externo que solamente nos impregna externamente. Es decir, que el cambio prometido no toca lo interior, ya que de la piel no pasa. Eso significa que estamos ante uno de los muchos productos cuya eficacia necesariamente tiene que quedar restringida a lo de fuera. Si es así, ya comienzan a rebajarse las altas expectativas presentadas en los anuncios que los publicitan. Además, su efecto es volátil, como lo es el alcohol, del que están constituidos en su mayor parte, que al contacto con el aire se esfuma como por ensalmo. Eso rebaja todavía más las elevadas propuestas con que nos los presentan.
Externos y fugaces, son las dos palabras que podrían describir bien a estos productos que tanto sugieren. Pero si esas son sus características, quiere decirse que se quedan cortos, a menos que nuestras aspiraciones sean como ellos son.
Pero
si nuestras metas van más allá, necesitamos otro tipo de perfume, algo que perdure, algo que se adentre y que se convierta en parte de nuestro ser. Aunque tenemos un grave problema para ello. Nuestra propia realidad, nuestro propio olor. Así como nuestros cuerpos producen y exhalan naturalmente olores desagradables, que hay que contrarrestar con higiene y limpieza, así nuestro interior moral natural genera un hedor que lo más que podemos hacer es intentar disimularlo o enmascararlo, pero no eliminarlo.
Ese hedor natural procede de algo corrompido que hay en nuestro corazón, de un desorden manifiesto, de un estado que un poeta supo describir bien:
" Afanan nuestras almas, nuestros cuerpos socavan
la mezquindad, la culpa, la estulticia, el error,
y, como los mendigos alimentan sus piojos,
nuestros remordimientos, complacientes nutrimos."
[i]
Solamente hay uno de cuyo interior mana un perfume natural grato, cuya duración no se agota con el paso del tiempo y cuya virtud no mengua por el contacto con otros olores.
Es aquel de quien está escrito: "Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos"
[ii] y cuando alguien que lo conoce lo describe, lo hace de la siguiente manera: "Sus mejillas, como una era de especies aromáticas, como fragantes flores; sus labios, como lirios que destilan mirra fragante."
[iii]
Es a él a quien hemos de buscar para recibir el perfume verdadero, el que brota de una persona donde la pureza, la integridad, la santidad y la limpieza no han sido ni serán mancilladas jamás. Por eso, el aroma que desprende no es artificial ni un producto perecedero. Es auténtico y verdadero olor grato, que, este sí, atrae y conquista en verdad.
[i] Charles Baudelaire, Las flores del mal,
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