Una de las escenas que recurrentemente vemos en los juicios de los acusados por el terrorismo de ETA es su posición de no reconocer la competencia del tribunal que los juzga. Al hacer eso no es tanto la competencia profesional de los jueces y magistrados lo que no reconocen, sino su competencia jurisdiccional para entender el caso. Desde la perspectiva de los terroristas tal competencia jurisdiccional no existe, porque el tribunal es el órgano de un Estado que no reconoce los derechos de soberanía de un pueblo del que los terroristas son representantes cualificados. Por lo tanto, por definición, tal tribunal queda descalificado para ejercer la función de juzgarlos.
Derivada de esta incapacidad hay otra no menos importante, como es la imposibilidad de que un tribunal, que es instrumento de un Estado enemigo, pueda ser ecuánime o imparcial, lo cual automáticamente lo vuelve a desautorizar por razones obvias.
Consecuencia de esta argumentación es la actitud de rechazo manifiesto, desprecio, indiferencia e insolencia que los acusados muestran de manera ostensible ante sus jueces. Por lo tanto, los terroristas juzgan que sus jueces no pueden juzgarlos y si lo hacen no es más que una pantomima de juicio. Se trata, pues, de una pretensión de juicio, la del tribunal, que es negada por el juicio que el terrorista hace de tal tribunal. En definitiva, es juicio contra juicio.
Si el asunto fuera solamente un duelo de discusión sobre competencias, podríamos dejárselo totalmente a los teóricos de las ciencias jurídicas, sociales, históricas y políticas para que lo resolvieran. Pero
como por medio hay derramamiento de sangre, la cuestión adquiere otro cariz.
El derramamiento de sangre supone que
ha habido alguien que ha juzgado conveniente quitarle la vida a otra persona y ha llevado a cabo tal juicio. En este caso, el terrorista juzga a su víctima, que puede serle conocida o totalmente desconocida, y la condena a muerte. En tal juicio la víctima no tiene opción. Es decir, que estamos ante un juicio unilateral, en el que una parte decide lo que ha de ser y la otra parte, sin saberlo, sufrirá la decisión tomada. Aunque a veces a la víctima, previamente, se la extorsiona, amenaza y hostiga, de mil maneras posibles, para que se someta a las condiciones implacables que el terrorista ha decidido de antemano. Si lo hace, verá su pena mitigada con el destierro geográfico o el ostracismo personal, social y político. Si no se somete, el tiro en la nuca será la sentencia irrevocable.
Por lo tanto, estamos ante un juicio inapelable, donde el acusado no tiene derecho a un abogado, ni puede presentar su defensa mediante argumentos razonados, ni tampoco puede recusar a su juez, negándole la ecuanimidad e imparcialidad necesaria. Por supuesto, no hay cabida para los excesos verbales, ni los insultos, ni los desafíos. Todo este escenario está totalmente descartado por el propio procedimiento judicialque el juez, en este caso el terrorista, ha decidido establecer. Él es, pues, quien instituye las normas, quien implanta los límites, quien diseña los medios y quien señala a los que han de pasar bajo su espantosa voluntad.
Él, el terrorista, tiene derecho a actuar de esta manera, porque juzga que lo tiene. Al mismo tiempo, juzga que otros no tienen derecho a juzgarle por el juicio de pena de muerte que ha impuesto a su víctima. De manera que por un lado nos encontramos ante alguien que se erige en juez de sí mismo, y por tanto se absuelve, y por otro lado se erige en juez de quien él decide y a quien condena sin paliativos, a la vez que rechaza a quien pretenda juzgarle por ello.
¿Es posible sostener racionalmente una postura semejante? ¿Es ecuánime andar por la vida afirmando siempre la legitimidad de los propios actos, aun los más crueles, y negando a los demás siempre incluso la más mínima posibilidad de legitimidad? Es evidente que una actitud tan absoluta cae por su propio peso. Después de todo, ésa es la actitud en la que todos los regímenes totalitarios se escudan para justificar los excesos que cometen.
Hay una desproporción evidente y un desequilibrio extremo, cuando alguien se imagina ser la norma perfecta por la que todos los demás han de regirse. Pero esa desproporción llega a su aterrador extremo cuando no sólo se imagina, sino que se impone por la fuerza. Es por eso, que el término terrorismo no es ninguna exageración.
La ceguera para examinar cuerdamente el corazón propio es algo que está profundamente arraigado en el ser humano. No en vano lo dice el antiguo proverbio: "Todo camino del hombre es recto en su propia opinión..." Claro que, finalmente hay un juez, competente e imparcial, que juzgará a todos: "...Pero el Señor pesa los corazones."[i]
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