En nuestro paso por la vida nos encontramos en el camino con algunos compañeros agradables, cuyo bello semblante y apacible presencia nos proporcionan preciosos momentos de bienestar que nos gustaría fueran permanentes. A esta clase de compañeros les damos la bienvenida y les hacemos un lugar a nuestro lado.
Pero está fuera de discusión que en ese camino de la vida a veces se nos cruzan otros, a los que no hemos invitado, cuya sola evocación despierta en nosotros un rechazo innato, por la fealdad y perturbación que transmiten.
Uno de estos auto-invitados no deseados se llama sufrimiento. Es lo último en lo que queremos pensar y es evidente que ninguna mente sana y equilibrada desea asociarse con este sombrío viajero. Lo rehuimos por todos los medios y tratamos de conjurar su presencia para mantenerlo alejado. Especialmente las sociedades más avanzadas y desarrolladas lo han marcado como a un proscrito que ha de ser exterminado, hasta el punto de que incluso a la muerte, ese personaje que es la inevitable expresión total del sufrimiento, se la quiere despojar, hasta donde es posible, de su horrorosa faz, dulcificándola con la filosofía de la ‘muerte digna’.
Otra incómoda amenaza que puede querer tomarnos de la mano en algún instante es el rechazo. Es evidente que el ser humano fue hecho para amar y ser amado, para comprender y ser comprendido, para aceptar y ser aceptado. Tantos libros nos recuerdan esta gran lección y la psicología continuamente nos la subraya, especialmente en todo lo que tiene que ver con la educación del niño. Sentirnos queridos y valorados resultará en el estímulo, la confianza y el desarrollo personal equilibrado. Pero el rechazo produce profundas heridas difíciles de sanar y deja huellas indelebles que marcan la personalidad, acabando finalmente por generar individuos que, a su vez, van a rechazar a otros, en una espiral sin fin.
Otro hiriente sujeto con el que no quisiéramos tener ningún tipo de cuentas es la mala imagen. Aunque la imagen está sobredimensionada en nuestros días, a causa de que la tecnología la ha catapultado hasta alturas nunca alcanzadas, la realidad es que desde siempre cualquier ser humano deseó que los demás tuvieran un buen concepto de él, de su valor, de sus cualidades y de sus logros. Todo lo que no fuera en esa línea suponía un detrimento y una afrenta a su honor, que probablemente es la palabra que antiguamente sirvió para expresar la cualidad interna que ahora externamente se expresa con la palabra imagen, si bien hay una notoria diferencia entre ambos conceptos. Tener una buena imagen, proyectar una buena imagen o dar una buena imagen es el
summum bonum de nuestro tiempo. Por eso hay que cuidar mucho las apariencias y no permitir que nada trastoque la impresión que trasmitimos a los demás. Especialmente hay que evitar la mala publicidad y la mala prensa, que pueden ocasionar daños irreparables a nuestra imagen.
Hubo un lugar, un momento y una persona en los que estos tres enemigos aborrecibles del ser humano convergieron.Aquel lugar tenía de por sí un nombre tétrico; aquel momento fue de tinieblas y oscuridad, aunque era el mediodía; aquella persona recibió sobre sí el sufrimiento, el rechazo y la mala imagen, aunque era la persona más grande y digna que ha pisado esta tierra.
En aquel sitio, que se llamaba ‘lugar de la Calavera’, el último lugar donde cualquiera quisiera estar, esa persona bebió hasta la última gota una copa rebosante de sufrimiento, rechazando el narcótico que se le ofrecía que podía haber apresurado y facilitado su muerte, de modo que la suya no fue en ninguna manera una ‘muerte digna’.
Aquel fue un momento en el que esa persona quedó expuesta a la vergüenza y oprobio público, quedando por tierra todo su honor y su imagen, pues hasta el mismo letrero que indicaba la causa de su muerte era una mala publicidad y una mala prensa. Su exposición ante la vista de todos, en una desnudez ultrajante, solo podía aumentar aún más la humillación a la que estaba siendo sometido. Además, el acompañamiento que tenía a su derecha y a su izquierda no era precisamente el que más ayudara a mejorar su ya pisoteada imagen.
Aquella persona experimentó en aquel lugar el rechazo de sus semejantes en toda la dimensión del término.
El del hombre común, porque los que pasaban por aquel lugar, las personas corrientes, de la calle, le injuriaban. El del hombre importante, porque los gobernantes y la élite de la sociedad le escarnecían. El del hombre escoria, porque los ladrones que estaban a su lado le afrentaban. Rechazo, es la palabra que puede resumir lo que esa persona experimentó desde todos los segmentos de la sociedad.
Pero con todo, quedaba todavía un rechazo mayor que había de soportar. Porque a fin de cuentas los rechazos mencionados son horizontales y por tanto relativos, por más dolorosos que puedan ser. Pero le faltaba por experimentar el rechazo vertical, esto es, el rechazo de su propio Padre.
Lo asombroso es que esta persona estaba asumiendo voluntariamente un sufrimiento ajeno, un rechazo ajeno y un deshonor y mala imagen ajenos; es decir, un pecado ajeno. Nada de eso era suyo propio, nada le correspondía, lo cual indica que esta persona estaba realizando una obra vicaria, es decir, en lugar de otros; en beneficio de otros. En lugar de ti y de mí. En beneficio de todo aquel que se acerque a él en arrepentimiento y fe.
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