Una vez más se pone de manifiesto que la brutalidad humana no tiene límites y que llegado el momento podemos equipararnos con los chacales o las hienas, e incluso superarlos.
Aún suponiendo que fuera culpable de robo, ¿no hay un procedimiento para entregarlo a un juez, en el que tenga un abogado que lo defienda y finalmente que todo acabe en un veredicto que se acerque lo más posible a lo que es justo? Pero saltándose los más elementales principios, el policía hace de legislador, de fiscal y de juez, aunque no de abogado, y finalmente también de verdugo. Y todo ello en cuestión de segundos.
Con lo cual
estamos ante un claro caso de abuso de poder y extralimitación de competencias, convirtiéndose él mismo en sujeto responsable no de un delito menor, sino de uno de asesinato. Porque si hubiera habido un arma, una agresión o cualquier otro factor que pusiera en peligro la integridad de los policías, sería entendible que se hubiera recurrido a la legítima defensa. Pero la escena habla por sí sola: Un hombre desarmado rodeado de policías armados, implorando que no le disparen, con el resultado que ya conocemos. Es el lado implacable y despiadado del alma humana.
Pero el suceso tiene también otro ángulo y es el de los consentidores de tal acción, el de los testigos directosque, con su pasividad o complicidad, permitieron que se consumara el crimen. Aunque el ejecutor fue uno solo, no pudo hacerlo sin la connivencia de quienes estuvieron allí y no hicieron nada por impedirlo. Y es que para que lo malo triunfe solo es necesaria la inacción, siendo ésta una ventaja que lo malo tiene sobre lo bueno, pues lo bueno necesita la acción para triunfar.
Las imágenes son bien elocuentes: Son varios policías los que rodean al joven y en el momento de la ráfaga mortal uno de ellos se da rápidamente la vuelta, para no ver directamente lo que es a todas luces algo aborrecible para cualquiera con un mínimo de discernimiento moral. Así pues, en ese acto reflejo están presentes dos cosas: Por un lado la cobardía, que no se atreve a poner freno a la monstruosidad y por otro la vergüenza, que no puede soportar la atroz visión de la crueldad desnuda.
Toda la escena está siendo grabada y por eso se ha podido ver en todo el mundo, lo cual significa que hay alguien que, de principio a fin, asiste como observador de la misma y también como transmisor de ella, al registrarla con su cámara. Y aquí se pone de relieve, una vez más, dónde está la línea ética que separa el deber de informar sobre una injusticia del deber de actuar, para impedir que la tal se cometa.
Es cierto que de no haber sido por el cámara nadie se hubiera enterado del hecho. Por lo tanto hay una componente de denuncia, aunque no podemos saber si ésa era su verdadera intención al grabarlo. Pero aunque fuera así, ¿cómo es posible ser espectador de una salvajada, sin hacer algo para evitarla?La imparcialidad y la objetividad se vuelven en contra de quien esgrime tales argumentos en ciertas circunstancias. No hace mucho vi una instantánea en la que un numeroso grupo de fotógrafos fotografía a un niño africano moribundo por la desnutrición. Así que los denunciantes son denunciados, aunque el que denuncia a los denunciantes actúa de la misma manera que ellos, dejando morir al niño para obtener una imagen impactante.
Me alegro de vivir en una nación en la que hay un sistema de garantías en el que la presunción de inocencia es piedra angular del sistema judicial, lo cual hace posible que no estemos a merced de la fuerza bruta o del capricho del que tiene el poder.
Me alegro de vivir en una nación en la que es posible proclamar las ideas con libertad, en casi todo su territorio, sin temor a represalias o amenazas.
Me alegro de vivir en una nación donde los derechos humanos no son pisoteados en aras de la seguridad del Estado y si tal cosa se hace es punible.
En resumidas cuentas, me alegro de vivir en una nación en la que cualquier habitante tiene un mínimo de derechos garantizados.
Pero al mismo tiempo, siento tristeza por vivir en una nación, en la que, como en muchas otras, no se ha hecho extensiva la protección del más elemental de los derechos hasta las primeras fases de la vida, quedando a merced del arbitrio ajeno.
La muerte del joven pakistaní a manos de la policía nos subleva, porque hemos sido testigos involuntarios de la misma. Desgraciadamente nadie verá nunca las muertes violentas de millones de seres humanos en estado germinal, porque ninguna cámara las grabó. La primera muerte es una demostración de lo que un Estado puede consentir; las segundas una demostración de lo que muchos Estados pueden legislar. La primera es una muestra de salvajismo, a las segundas se les ha puesto la etiqueta de progresismo, aunque no hay diferencia en los métodos y el fin. La primera es hecha a sangre fría, igual que las segundas. La primera es irreparable, como las segundas lo son.
Hemos avanzado mucho en materia de derechos humanos. Pero todavía nos queda por conquistar un terreno vital, que es allí donde la vida comienza, es decir, donde está la raíz y fundamento de lo demás. Mientras ese terreno siga siendo un limbo jurídico, las naciones desarrolladas serán culpables de una lacra moral que no las diferencia de las que no lo son.
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