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¡Te lo mereces!

Es una de esas frases que de un tiempo a esta parte nos salen al paso con cierta frecuencia.
CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 08 DE JUNIO DE 2011 22:00 h

Su contexto es la publicidady a través de la misma se nos vende el mensaje de que aquel viaje de placer, aquella operación de cirugía estética, aquel automóvil o aquella joya están a nuestro alcance. Y para que no nos quede escrúpulo ninguno sobre la legitimidad de la obtención de tales deseos, que en ciertos casos se adentran en el reino del capricho, la razón que se esgrime es: ¡Te lo mereces!

De esta manera, apelando a un arraigado sentimiento que hay en el alma humana sobre la propia valía, se procuran deshacer las dudas que pueda despertar la transacción comercial. En el caso de quien tiene poca conciencia de sus méritos, se le infunde un torrente de autoestima, al hacerle caer en la cuenta de que, efectivamente, a pesar de lo que pueda pensar sobre sí mismo es alguien de valor y, por tanto, tiene merecido concederse el capricho en cuestión. Y al que considera que está sobrado de merecimientos el eslogan le corrobora lo que ya pensaba.

Claro que quien así habla no es alguien imparcial o neutral cuya motivación hacia nosotros es desprendida y desinteresada, sino alguien que busca nuestra respuesta afirmativa para que su producto se venda. Su interés, por tanto, no está en nuestra alma sino en nuestro bolsillo. Y en el caso de que el bolsillo no dé mucho de sí y se convierta en un posible impedimento para la obtención del capricho, la apelación al merecimiento acaba por derribar la barrera que la escasez de dinero pudiera levantar, hasta el punto de endeudarse para satisfacer el deseo.

El merecimiento está directamente relacionado con el derecho, pudiendo decirse que el segundo es hijo del primero, de manera que allí donde hay merecimiento hay derecho.Ahora bien, si lo que se merece es algo a lo que se tiene derecho, la negación de tal derecho es la comisión de una injusticia. De este modo se da un salto desde una apreciación subjetiva, como es la del merecimiento, hasta una objetiva, como es la del derecho y la justicia. Ante toda esta cadena de eslabones argumentativos bien ceñidos entre sí, cualquier reticencia queda vencida y el consumidor se auto-convence para hacer lo que el publicista quiere que haga. De este modo, una sutil apelación al merecimiento acaba por dar los resultados apetecibles. Si además tenemos en cuenta que vivimos en la era de los derechos, que no de las responsabilidades, y la invocación de tales derechos automáticamente proporciona inmunidad al que apela a ellos, ya tenemos todos los requisitos para que no nos neguemos nada de lo que podamos encapricharnos.

Pero la filosofía que hay detrás del ¡Te lo mereces! es letal en más de un sentido. Lo es en el sentido personal, porque ayuda a forjar un carácter dominado por los impulsos y deseos de satisfacción inmediata, sin reparar en los costes reales que puedan conllevar. Lo es por centrarse exclusivamente en lo material, convirtiéndolo en un ídolo al que entregarse sin medida. Y lo es porque encumbra al ego hasta alturas peligrosas, en las que el aire que se respira está enrarecido, haciéndole creer que es el ombligo del universo.

Pero cuando esa filosofía del ¡Te lo mereces! se traslada al terreno moral y espiritual es cuando sus letales efectos se revelan en toda su fuerza destructiva, porque significa que Dios está obligado o en deuda con nosotros, a causa de nuestros merecimientos, y que tenemos el derecho a exigirle esto o aquello. De este modo Dios queda reducido a una especie de lacayo nuestro, al que podemos llamar cuando queramos para que cumpla nuestros deseos, ya que son merecidos. No hay mucha diferencia con el genio de la lámpara de Aladino.

Si aplicamos tal filosofía al ámbito de la salvación, entonces automáticamente la gracia desaparece y en su lugar toma cuerpo el mérito. De ese modo la salvación se convierte en una recompensa que Dios nos otorga a cambio de nuestros méritos. Y así es como se llega a subvertir totalmente la causa de nuestra salvación, al ser nosotros nuestros propios salvadores y Dios el mero ratificador de lo que hemos obtenido gracias a nuestra fuerza y valía.

Pero el evangelio ha sido, es y seguirá siendo la buena noticia de que, sin mérito alguno por nuestra parte, o mejor dicho, con una acumulación de deméritos, cuyo nombre es pecados, en nuestra contra, Dios tomó la iniciativa, diseñó un plan para rescatarnos de los mismos y lo ejecutó personalmente mediante Jesucristo en la cruz, para que nuestros deméritos le fueran contados a él y sus méritos nos fueran aplicados a nosotros, esto es, a todos los que por el arrepentimiento y la fe nos hemos acercado a él.

Tenemos que bajarnos del pedestal en el que nos hemos subido y nos han aupado y reconocer que lo que merecemos en estricta justicia es muy diferente a lo que imaginábamos que merecíamos. Una vez que lleguemos a esa conclusión comenzaremos a estar preparados para conocer a quien es el único que tiene merecimientos verdaderos.
 

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