Es bien conocida su sensibilidad humana, la dureza de las circunstancias que le tocó vivir, el difícil mensaje que tuvo que transmitir, el rechazo que hubo de soportar y el nulo resultado para el arrepentimiento que su llamamiento produjo entre sus contemporáneos. Todo eso, bien agitado, produjo un cóctel que desembocó en diversas ocasiones en esas crisis personales en las que el profeta expresó su desaliento y dolor en forma de lágrimas.
Pero
es fácil confundir las cosas y pensar que el llanto de Jeremías es uno de lástima propia, al considerarse una víctima desgraciada de un conjunto de factores adversos. Nada más lejos de la realidad. Las lágrimas de este profeta no son la expresión del ‘pobrecito de mí’, ‘cuánto estoy yo sufriendo’, ‘nadie me comprende’ o cosas por el estilo. Más bien son el dolor por la tragedia ajena, que es la de su propia nación, causada por la dureza inveterada de corazón que irremediablemente provocará el juicio de Dios.
Es decir, cada vez que aparecen los términos llorar, lamento, lágrimas, endecha y sus derivados en sus dos obras, el libro que lleva su nombre y las Lamentaciones, siempre están referidos al sufrimiento que le produce constatar el terrible desenlace que le aguarda a su pueblo y del cual él mismo será testigo presencial.
Por lo tanto el chiste fácil sobre Jeremías está fuera de lugar, tal como es comprobable por una lectura, aunque sea superficial, de esos textos
[1].
Pero el caso de Jeremías llorando por su nación no es aislado, ya que el profeta por excelencia, Jesús, hará lo mismocuando, escarbando en el corazón de Jerusalén, saque a la luz la deplorable condición espiritual y moral en la que se halla, lo cual provocará su llanto.
Hay solo dos ocasiones en los evangelios en los que se dice que Jesús lloró[2], y en ambas, como en el caso de Jeremías, es por la miseria ajena. De hecho, corrigió a aquellas mujeres que, acostumbradas a la endecha, iban tras él camino del Calvario lamentando su destino, para que en vez de llorar por él lloraran más bien por ellas mismas y los suyos.
Es de destacar que ese llanto sobre la ciudad lo vierte Jesús antes de pronunciar las palabras que predicen el espantoso juicio que está por llegar y que de hecho acontecerá menos de cuatro décadas después. Es decir, no estamos aquí ante un profeta frío, implacable, distante e indiferente que se deleita en proclamar la desgracia ajena.
Si bien el grado de maldad de la nación en conjunto había ya superado con creces, desde mucho tiempo atrás, la línea de lo permisible y aunque su castigo lo tenía bien merecido, con todo, Jesús, rompe a llorar al comprobar el abismo que hay entre sus anhelos por el bien de esa nación y el futuro que la aguarda por su ceguera. No es la primera vez que así lo lamenta, ante la multitud de intentos por su parte para atraerlos hacia sí y el rechazo persistente de ellos para alejarse de él
[3].
Esto manifiesta también otro elemento vital en la actitud de Jesús como profeta y es la de haberse involucrado, trabajado y esforzado al máximo para conseguir que esta nación se volviera a Dios. En otras palabras, no estamos aquí ante alguien que no ha movido un dedo para procurar su verdadero bienestar, sino ante uno que se compara a sí mismo con la gallina que ha querido protegerlos una y otra vez bajo la cobertura de sus alas, encontrando solo desdén por parte de ellos.
Sería fácil y entendible que, despechado ante el manifiesto desprecio reiterado, Jesús reaccionara en cólera ante la arrogancia de sus contemporáneos. Pero no reaccionará así. Más bien lo que hará será llorar por ellos antes de pronunciar juicio sobre ellos.
No es difícil hacer vaticinios desastrosos sobre nuestro mundo. De hecho hasta está de moda, pues incluso los que no creen los hacen, como demuestran las películas que cada año se estrenan con temática apocalíptica del fin del mundo. No es difícil tampoco hacerlos y que se cumplan, ya que la maldad imperante y creciente solo puede tener un desenlace lógico previsto: la ira de Dios.
Lo realmente difícil es hacer lo que hicieron Jeremías y especialmente Jesús. Bregar para impedir que la condenación suceda y llorar por los que se pierden. Porque es fácil caer en el síndrome de Jonás, esto es, en el enojo resentido porque su profecía de devastación no se cumplió. Su caso representa el de un profeta al que lo que le importaba por encima de todo es que su vaticinio se cumpliera, esto es, que su ministerio quedara confirmado por los acontecimientos, aunque ello supusiera la pérdida de innumerables personas. No hubo lágrimas en Jonás por Nínive, aunque sí tuvo compasión de sí mismo al constatar que lo que predijo no se cumpliría.
No haremos ningún favor a nadie por eludir la proclamación del destino que le aguarda si no hay arrepentimiento; pero esa proclamación ha de ir acompañada de esfuerzo y lágrimas.El infierno no es un cuento de clérigos aprovechados para manipular a los ignorantes, sino la temible realidad a ser evitada antes de que sea demasiado tarde. Pero un mensaje de esa clase no puede ser anunciado con los párpados secos.
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