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El silencio de Vargas Llosa

El pasado 7 de diciembre el escritor peruano Mario Vargas Llosa recibía el premio Nobel de literatura en reconocimiento a toda una trayectoria en ese campo en el que, desde hacía tiempo, ya era todo un referente mundial. El discurso que pronunció el flamante laureado fue toda una evocación de sus raíces personales, con alusiones entrañables a las personas de su entorno más cercano que ya desde su infancia le animaron a dar sus primeros pasos en el camino en el que ahora ha recibido reconocimient
CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 06 DE ENERO DE 2011 23:00 h

No podían faltar tampoco las referencias a los grandes maestros literarios del ayer, que le ayudaron a encauzar y depurar el talento que él ya tenía. Y por supuesto su discurso fue todo un canto a la literatura en sí, con su poder creativo y libertador, con su capacidad de evocar mundos imaginarios y de denunciar los males de este mundo real.

En este último sentido el escritor se manifiesta en dicho discurso como paladín de las libertades y enemigo irreconciliable de todo totalitarismo e ideología que pretenda imponer sus directrices de manera compulsiva y violenta. Sabe bien de lo que habla porque procede de un continente, América, que en su hemisferio meridional ha sido históricamente terreno abonado en el que han crecido toda suerte de regímenes dictatoriales de uno y otro signo. A lo largo de su alocución hay varias ocasiones en las que hace referencia a los culpables de las grandes tragedias que siguen asolando a la humanidad -holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio- centrándose especialmente en dos de ellos: el nacionalismo y la religión, tal como afirma en la siguiente frase: ´Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente.´

De ahí que, prosigue, la democracia liberal sea el sistema que hay que defender por encima de todo, ya que los valores que propugna: pluralismo, convivencia, tolerancia, derechos humanos y legalidad, son la mejor inmunización que nos puede proteger de esos virus malignos.

Pero me llama la atención que entre sus denuncias y reivindicaciones, Vargas Llosa no hace alusión a una de las peores lacras que se puedan mencionar, a la cual justamente se le puede denominar genocidio y cuyas cifras espantan tanto o más como las que pueda provocar cualquier otra carnicería de la historia. Es un genocidio permitido, aunque no exclusivamente, por las democracias liberales, cuyas nociones de tolerancia, convivencia, pluralismo, derechos humanos y legalidad quedan recortadas, al dejar fuera de las mismas, en una especie de limbo jurídico, a los que, habiendo sido concebidos, están por nacer. Es un horror, pero un horror civilizado, democrático y liberal, votado en parlamentos legalmente constituidos, no como los horrores nacionalistas y religiosos fanáticos. Y es que hay horrores y horrores. O al menos horrores que nos sublevan y horrores que nos dejan indiferentes.

Pero la ausencia de mención en el discurso de Vargas Llosa al aborto no es intencionada. Él pasa por alto esa carnicería no por algún temor a provocar reacciones que le creen enemigos irreconciliables, ya que un hombre que se atreve a levantar la voz en tal foro contra tantas brutalidades difícilmente podría arredrarse ante otra más. No la menciona sencillamente porque para él no es tal carnicería. Le pasa lo que a tantos otros: Que no considera que en el caso del aborto estemos ante nada equiparable a los desmanes que contra la vida y dignidad humana se producen aquí y allá. Que, en todo caso, se trata de algo opinable y debatible, moldeado, en buena medida, por unas creencias, la mayoría de veces religiosas, que defienden el valor de la vida humana desde el mismo instante de la concepción.

El silencio no intencionado de Vargas Llosa sobre el aborto es solo ilustrativo de que nuestra valoración de la realidad tiene dos componentes: Es parcial y es selectiva, siendo la primera la raíz de la segunda. De la misma manera que tenemos un punto ciego en nuestra visión ocular, así ocurre también con nuestra percepción de lo moral.

Pero el problema es más profundo aún, porque significa que si nosotros determinamos lo que es absoluto y lo que es relativo, según determinadas pautas que nosotros mismos hemos creado, otros van a hacer lo mismo, según sus propias pautas. Si los condenamos por los malos frutos de sus procedimientos, tenemos también que estar dispuestos a asumir la misma condenación para nosotros si los nuestros también producen malos frutos. Y si nos escabullimos argumentando que lo del aborto no es un mal fruto, no debe sorprendernos que otros justifiquen también sus barbaries racionalizándolas.

´Más luz´, se afirma que dijo Goethe en su lecho de muerte. La luz que necesitamos para ver con claridad, más allá de nuestros puntos ciegos, parcialidades y preferencias, no viene de dentro de nosotros, sino de fuera. De aquél que afirmó: ´Yo soy la luz del mundo(1).´



1) Juan 8:12
 

 


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