Primero salió
Arrio (c. 250-336) a la palestra, negando que Jesús tuviera una naturaleza divina; aunque su solución parecía satisfactoria a la razón, no hacía justicia a la revelación, que nos muestra al Hijo de Dios, aun en su estado de humillación, ejerciendo facultades que son exclusivas de Dios. Además, la solución de Arrio presentaba un problema insoluble: Si Jesús sólo era mera criatura, ¿cómo pudo fraguar la salvación, que es una obra tan magnífica que solo Dios puede hacerla?
Después vino
Apolinar (310-392) quien admitiendo lo divino y lo humano en Cristo, recortó este último elemento, despojando a Jesús de espíritu humano. Esto no lo hizo por capricho sino para dar respuesta a la impecabilidad de Cristo, es decir, al hecho de que no podía pecar. Apolinar razonó que Jesús carecía de libre albedrío humano, facultad que había sido sustituida por el Verbo, que era quien tenía la capacidad de decisión. Pero al hacer esto, Apolinar despojó a Cristo del elemento que distingue a un ser humano de las criaturas inferiores: la voluntad. Por lo tanto, para Apolinar Jesús no era hombre en el pleno sentido de la palabra, lo cual significaba que al carecer de voluntad sus actos humanos no tenían
valor, con lo cual su pasión y muerte quedaban vacías de contenido.
Nestorio († c. 451) quiso salvar la integridad de las dos naturalezas, pero lo hizo de tal modo que dio pie a pensar que en el Hijo de Dios hecho hombre se había producido la unión de dos personas: por un lado el Verbo, a quien correspondía la naturaleza divina y por otro Jesús, a quien correspondía la humana. Es por este motivo por el que Nestorio siempre hablaba de María como madre de Cristo (
christotocos), negando que fuera madre de Dios (
theotokos). Aunque aparentemente esta negación parecía correcta, solo podía sostenerse mediante la dualidad de personas en Cristo, lo cual es una aberración, porque en él solo hay una persona, aunque las maneras de referirse a ella sean muchas. Los términos Jesús, Unigénito, Cristo, Hijo, Verbo, etc. no se refieren a sujetos diferentes, sino a uno solo: al que existía desde antes de todos los siglos y que se hizo hombre en María.
Para intentar esquivar el error de Nestorio,
Eutiques (c. 375-454) impulsó su teoría de que en Cristo las dos naturalezas eran íntegras, pero que al producirse la encarnación el elemento divino tuvo preponderancia sobre el humano, hasta el punto de que el primero absorbió al último. De esta manera Eutiques mezcló ambas naturalezas, haciendo una sola de las dos. Sin embargo, los evangelios claramente distinguen entre las actividades humanas de Jesús (cansancio, temor, hambre, etc.) y las divinas (omnipotencia, omnisciencia, auto-existencia, etc.).
Resumiendo, unos negaron la integridad de las naturalezas, bien fuera la divina (Arrio) o la humana (Apolinar), otros la unidad de la persona (Nestorio) y otros negaron la distinción de naturalezas (Eutiques).
Cirilo de Alejandría (c. 375-444) -quien ha estado hace poco en el ojo del huracán por la película
Ágora de Amenábar-, puso las bases para resolver equitativamente la compleja cuestión. Para ello
asumió que en Cristo hay dos naturalezas íntegras que están unidas en una sola persona. De manera que la unión de esas naturalezas no es moral ni sustancial, sino hipostática, es decir, personal. No es una confusión de naturalezas, como enseñó Eutiques, ni tampoco una separación de las mismas, como enseñó Nestorio, sino una unión.
La expresión ´unión hipostática´ se convirtió en una fórmula concisa para expresar la verdad de que
en Cristo hay una sola persona, divina, a la que están unidas dos naturalezas, divina y humana. Eso quiere decir que su naturaleza humana no tiene subsistencia propia, sino que existe gracias a su unión con la persona divina. Por lo tanto, la deducción es que no hubo ni siquiera un instante en el que en el seno de María hubiera algo humano que tuviera existencia propia, aparte de su unión con el Verbo. Por eso, lo que ella concibe y da a luz no es una persona humana, sino una persona divina a la que ella, por el poder del Espíritu Santo, le ha dado una naturaleza humana. En ese sentido, y solo en ese, se puede denominar a María madre de Dios.
Todo esto, que parece demasiado filosófico y espeso para ser seguido, es lo que en definitiva está contenido, con palabras bien sencillas, en la declaración que Elisabet hará cuando María venga a visitarla: ´¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?´(1)
Hay dos cosas importantes a señalar en esa declaración. La primera, el tiempo en el que Elisabet la hace; la segunda, el contenido de la misma.
El tiempo es apenas trascurridos unos días desde el momento en que Gabriel anunció a María que sería madre; por lo tanto, estamos en las fases iniciales de su gestación. El contenido es una confesión directa y clara de que lo que María lleva en su interior no es algo, sino alguien. Tiempo y contenido de la declaración nos muestran, pues, que cuando ese diminuto ser estaba todavía en las primeras fases de su existencia humana, la inspirada Elisabet le llamó ´mi Señor´. El mismo Señor que será confesado como tal, cuando ya sea adulto. No hay duda. Existe una continuidad ininterrumpida de identidad personal entre el que está comenzando su existencia humana en el interior de su madre y el que posteriormente multiplicará panes y peces, limpiará leprosos y levantará muertos.
1) Lucas 1:43
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