En el primer acercamiento contemplamos el horror de una destrucción, en el segundo la maravilla de una preservación. Ambos acercamientos son complementarios y uno surge del otro, pues si su destrucción nos provoca horror es porque su preservación nos causa asombro y viceversa.
Ese asombro es el que está expresado en el salmo 139, un salmo que es un canto al conocimiento completo, profundo y perfecto que Dios posee. Ese conocimiento se extiende a todas las cosas, pero en este caso concreto se concentra en la persona que escribió el salmo, y por extensión puede aplicarse a ti y a mí, de manera que podríamos dividirlo en tres partes:
- Dios me conoce personalmente (1-6).
- Dios me conoce personalmente, no importa donde yo vaya en el espacio (7-12).
- Dios me conoce personalmente, no importa cuanto yo retroceda en el tiempo (13-18).
Antes de nada es preciso decir que el conocimiento al que en este salmo se alude no es uno pasivo o meramente intelectual, como cuando se tiene cierta información sobre algo o alguien, pero ahí termina el proceso. Se trata de un conocimiento en el que están implicados los demás atributos de Dios, como son su afecto amoroso, su cuidado delicado y su voluntad determinante. Eso es lo que hace la diferencia entre un conocimiento frío y distante y otro cálido y cercano.
En la primera sección se ponen las líneas maestras de lo que luego ha de venir y así podemos vislumbrar en esa parte que Dios me conoce personalmente, como se desprende del pronombre ‘me’ y de los posesivos ‘mi’ y ‘mis’, que una y otra vez se repiten. No es un conocimiento genérico o global, sino individual. Esto es muy importante, porque significa que a pesar de la inmensidad del universo y de que apenas soy una fracción insignificante en comparación con el todo, sin embargo, Dios me conoce. No soy un número ni una cosa, no soy menospreciable a sus ojos; al contrario, el conocimiento que tiene de mí es directo: ‘tú me has examinado’, es decir, no necesita de agentes mediadores que le pongan al corriente de cómo soy o lo que hago; es detallado: ‘has conocido mi sentarme y mi levantarme’, de manera que nada en mi conducta se le escapa; es instantáneo: ‘has entendido desde lejos’, no es gradual o progresivo y no precisa acercarse al objeto para conocerlo; es profundo: ‘mis pensamientos’, de forma que no solo conoce mi conducta externa sino también mis motivaciones internas; es exhaustivo: ‘todos mis caminos te son conocidos’, por lo que nada hay en mí que le es difícil o le sea un secreto; es anticipado: ‘aún no está la palabra en mi lengua y… tú la sabes toda’, no se trata de un conocimiento a posteriori sino a priori.
No es extraño que esa primera sección termine con un reconocimiento de admiración y confesión de la propia incapacidad para captar esa clase de conocimiento. Es decir, la consideración del conocimiento de Dios nos hace conscientes de cuán limitado y pobre es el nuestro.
La segunda sección es una aplicación de la primera, por la que es imposible eludir ese conocimiento intentando escapar a algún punto remoto donde Dios no lo ejerza. El cielo, el Seol, el extremo del mar o las tinieblas no son lugares que hacen diferencia en cuanto a aumento o disminución de dicho conocimiento. Da igual que estemos en uno o en otro lugar, la deducción es evidente: ‘Lo mismo te son las tinieblas que la luz’.
Pero es
en la tercera sección donde se retrocede en el tiempo hasta las primeras fases de la vida personal, hasta los instantes primeros de la existencia. Cuando todavía nadie, ni siquiera mi madre, era consciente de mi existencia, tú, dice el autor, ya sabías que yo estaba ahí. No solamente lo sabías, sino también estabas interviniendo en mi gestación y proceso.
No soy producto de una casualidad, ni de un azar ciego; soy el resultado directo de tu providencia. Las palabras ‘formar’ y ‘hacer’, aplicadas a Dios, indican elocuentemente que para él no cuento simplemente a partir de un momento determinado del desarrollo, sino desde el mismo origen. El autor establece una continuidad de identidad entre lo que soy ahora y lo que era entonces, cuando afirma: ‘Tú me hiciste en el vientre de mi madre’. Ese pronombre personal ‘me’ indica que el que emergía a la existencia es el mismo que ahora escribe. No hay un salto cualitativo por el que antes era algo diferente a lo que es ahora. Antes no era un qué y ahora es un quién, sino que antes y ahora se trataba y se trata de un quién. El sujeto en el vientre es el mismo sujeto fuera del vientre.
Y continúa afirmando que a pesar de su pequeñez en esos primeros estadios de la vida, no ha pasado desapercibido para Dios, ni ha sido ignorado por él. Al contrario, ‘mi embrión vieron tus ojos’. Es interesante que la palabra traducida como ‘embrión’ es golem. Es uno de los hápax que hay en el Antiguo Testamento (Mehanem ben Saruq contó ciento diecinueve). Un hápax es una palabra que aparece una sola vez en todo el texto bíblico, de manera que no tiene paralelo, por lo que su comprensión puede originar dificultades. Por eso hay traducciones que vierten la palabra como ‘embrión’ y otras como ‘cuerpo’, aunque para ‘cuerpo’ la lengua hebrea tiene otras maneras de referirse al mismo. Sea como sea, lo cierto es que estamos ante una etapa inicial de la existencia humana reducida físicamente a la mínima expresión, pero aun así objeto de la providencia de Dios y también de su presciencia, al aludirse al libro en el que Dios tiene registrado por anticipado todo lo que luego será.
Ese conocimiento que antes suscitaba el asombro del autor del salmo, ahora le provoca consolación y confianza (¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos!), sabiendo que su vida estuvo, está y estará en las manos de Dios.
La conclusión es evidente: El salmo 139 no deja lugar a dudas sobre la estimación que Dios tiene de cada uno de nosotros desde el mismo instante de nuestra concepción.
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Esta serie es una respuesta al contenido de un
artículo de Máximo García Ruiz sobre el aborto.
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