No hay más que ver el mercado editorial español, donde continúan apareciendo títulos cuya temática gira en torno a aquella contienda, lo cual significa que el interés que despierta es extraordinario. Lo mismo ocurre con la II Guerra Mundial, que sigue siendo un filón inagotable para el cine, tal como se aprecia en el hecho de la producción, en los últimos años, de
El Hundimiento y de
Operación Walkiria.
Operación Walkiria, protagonizada por Tom Cruise,
quiere relatar el intento de atentado frustrado contra Hitler, llevado a cabo el 20 de julio de 1944, cuando el coronel Klaus Schenk von Stauffenberg colocó una maleta que contenía una bomba en la sala de reuniones en la que Hitler estaba reunido, discutiendo los avatares de la guerra, con su Estado Mayor. El atentado fracasó porque Hitler salió ileso del mismo, a pesar de que la maleta con su carga mortífera quedó situada a dos metros de distancia de él. Por supuesto, las represalias no se hicieron esperar, siendo fusilado ese mismo día el autor del atentado, junto con otros oficiales que estaban en connivencia con él.
La Operación Walkiria no fue el único intento, aunque sí el que más cerca estuvo, de matar a Hitler. Hubo otras conspiraciones y otros conspiradores, con gente tan significada como el almirante Canaris, jefe de los servicios secretos del Ejército alemán. Canaris fue ahorcado en el campo de concentración de Flossenbürg el 9 de abril de 1945, solo unos días antes de que los aliados liberaran dicho campo. Pero Canaris no fue el único ejecutado aquel día en aquel mismo lugar.
Un cristiano evangélico le acompañó al cadalso, por idénticas razones. Su nombre: Dietrich Bonhoeffer (1906-1945).
En Berlín, en el mismo lugar donde otrora estuvieran ubicadas las sedes de la Gestapo y de las SS, está hoy situada una exposición documental al aire libre sobre los protagonistas, verdugos y víctimas, de la Alemania nazi y de la II Guerra Mundial. Entre los personajes que aparecen en dicha exposición destaca Bonhoeffer, quien, en una fotografía de gran tamaño, posiblemente la más conocida de las que se le hicieron, está sentado, vestido con traje y corbata, con la mano derecha sobre su muslo izquierdo y la izquierda sobre su parietal izquierdo. No mira a la cámara sino, sonriente, hacia un lado.
Al lado de la fotografía hay una reseña biográfica en la que se destaca su pertenencia a la Iglesia Confesante, que aglutinaba a los cristianos evangélicos opuestos al régimen nazi. Aunque al principio era pacifista, se vio inmerso en un profundo conflicto de conciencia por las continuas aberraciones de todo tipo que los nazis cometían, llegando a la conclusión de que, aunque podía tener un cómodo puesto docente en Estados Unidos o en otra nación, no podía desentenderse de lo que estaba pasando en la suya. En consecuencia, y ya a comienzos de 1940, comenzó a colaborar con los círculos que en Alemania querían derrocar a Hitler. El 5 de abril de 1943 fue detenido durante unas investigaciones en curso sobre otra cuestión, dándose cuenta poco a poco la Gestapo de su implicación con los grupos activos de oposición militar que habían querido derrocar al
Führer. Así fue como quedó sellado su final.
Pero al lado de esa fotografía existente en la exposición mencionada y encima de su reseña biográfica, aparece enmarcada una frase suya. No es la conocida reflexión sobre la ´gracia barata´, ni tampoco la que erróneamente algunos le adjudican y que comienza:
´Primero vinieron a por los comunistas…´ Se trata de otra frase que para mí era desconocida hasta que la vi en ese lugar en Berlín, la cual
dice así: ´Hemos sido testigos silenciosos de hechos malvados, hemos aprendido muchos ardides, hemos aprendido las artes de la simulación y el lenguaje ambiguo; la experiencia nos ha enseñado a recelar de otras personas y bastantes veces hemos sido parcos con la verdad y las palabras francas; conflictos insoportables nos han hecho dóciles o tal vez incluso cínicos... ¿Somos todavía de alguna utilidad?´
(Extracto del ensayo
Después de Diez Años, diciembre 1942).
Es toda una confesión de un hombre al que muchos consideran un héroe e incluso un mártir (en la catedral anglicana de Canterbury aparece catalogado como tal, junto a personajes como Thomas Becket y Martin Luther King), que siente cómo en su fuero interno ha participado, de alguna manera, en el silencio, la ambigüedad, el cálculo y el juego de las palabras imprecisas. Podía, en ese escrito, haberse puesto como ejemplo de compromiso activo frente al mal; sin embargo, lejos de hacer tal cosa se siente abrumado ante el tribunal de su conciencia, incluyéndose a sí mismo entre la tanda innumerable de cobardes de su generación, que callaron u optaron por mirar a otra parte ante lo que estaba sucediendo. Evidentemente, en su caso no fue así. Pero él se sintió así. Solamente por eso es digno de ser tenido en cuenta como ejemplo.
Habrá aspectos de su teología con los que se podrá concordar o no; algunos nos resultarán admirables, otros discutibles y hasta algunos rechazables. Pero sin duda, Bonhoeffer es un referente, no tanto porque fuera un héroe o un mártir, sino porque fue un hombre que honestamente admitió que no estuvo a la altura de las circunstancias a la hora de combatir el mal, atreviéndose a hacer esta confesión pública cuando era muy peligroso hacerlo (año 1942). En esa sinceridad valiente al admitir su debilidad, radica su verdadero heroísmo.
Vivimos días en España y en Occidente en los que hacen falta otros Bonhoeffer. No para intentar matar a nadie, ni para pretender ser héroes, sino para ser testigos de la verdad frente al asalto anti-cristiano, que renovadas fuerzas demoníacas han puesto en movimiento. Para empezar, seamos honestos, como él lo fue. Admitamos nuestra tibieza, disimulo e incluso complicidad con el mal. En eso, ya estará el comienzo de nuestro pudor.
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