¿Qué adulto no recuerda con nostalgia aquellos momentos especiales de su niñez, cuando su imaginación se sumergía en aquellos mundos poblados de criaturas entrañables unas, horripilantes otras, divertidas las más y fantásticas todas, de las que nunca nos cansábamos de oír el mismo relato? Una y cien veces, pero siempre frescas, como la primera vez, aquellos ogros y princesas, lobos y abuelas, ratitas y asnos poseían el poder de mantener cautiva nuestra atención hasta que el sueño nos vencía o éramos despertados a la cruda realidad de los deberes escolares que estaban por hacer.
Entre las obras más conocidas de Andersen se encuentran
El patito feo,
El traje nuevo del emperador,
La reina de las nieves,
Las zapatillas rojas,
El soldadito de plomo,
El ruiseñor,
El sastrecillo valiente y
La sirenita. La actualidad perenne de esos cuentos radica en su capacidad de trascender el tiempo y el espacio, al transmitir verdades universales bajo un ropaje de fantasía.
Entre ellos está El traje nuevo del emperador.
En este cuento, Andersen nos habla sobre un emperador cuya principal afición consistía en lucir los trajes más magníficos que imaginarse pueda, hasta el punto de que su existencia giraba en torno a su guardarropa. Nada le interesaba, salvo lucir sus mejores galas en cada ocasión. Pero un día llegaron a su ciudad dos truhanes que, conocedores de la vanidad del emperador, se hicieron pasar por tejedores, diciendo que sabían tejer la más hermosa tela que imaginarse pueda. Pero
dicha tela poseía una característica que la hacía especial: se volvía invisible para cualquiera que fuera tonto o que no sirviera para su oficio. Cuando la noticia de la llegada de los dos personajes y de la asombrosa propiedad de su tela llegó a noticias del emperador, éste se apresuró a enviarles dinero a los dos pillos para que se pusieran manos a la obra. ¡Qué oportunidad! -pensaba para sí el emperador- luciré el traje más suntuoso que haya tenido jamás y además podré saber quién es tonto en mi reino o no vale para el cargo que ocupa.
Los pícaros prepararon los telares y fingieron trabajar en ellos, aunque estaban absolutamente vacíos. Pidieron seda y oro para ornamentar la prenda que iban a hacer, cosa que les fue inmediatamente concedida, pues el emperador estaba impaciente por ver los resultados. ¡Cómo le gustaría ver el progreso de aquel prodigio! Así que pensó en ir al taller. Pero, de pronto, una terrible duda le asaltó: ¿Y si se diera el caso de que llegado al lugar no pudiera ver la tela? Eso significaría que él era tonto o que no servía para su oficio, con lo cual quedaría en evidencia delante de sus súbditos. Así que determinó enviar a su primer ministro para que viera cómo iban las cosas; de paso así sabría si su ministro era tonto o no valía para serlo.
El primer ministro, sabedor de la cualidad de la tela, llegó a la sala donde trabajaban los dos bribones, quienes diligentemente se afanaban manejando las agujas, el telar, las tijeras y todos los demás enseres de su oficio. Pero ¿dónde está la tela?, pensó el ministro. ¡Ay! De repente, la peor de las sospechas se apoderó de él. Si no veo la tela, eso significa que yo… Por más que miraba no conseguía ver nada, pero ¿quién se atrevería a confesarlo? Los dos tunantes le preguntaron: ¿Qué le parece a su Excelencia el diseño y los colores, los bordados y los adornos? El primer ministro carraspeando, acertó a decir: ¡Es maravilloso! ¡Jamás había visto nada igual! Iré y se lo contaré al emperador. Los dos bellacos le pidieron más dinero, más seda y más oro para el tejido.
Las nuevas del paño portentoso llegaron al emperador, quien no pudiendo aguantar más tiempo quiso verlo con sus propios ojos, pues toda la ciudad se hacía lenguas del magnífico paño. Con un grupo de cortesanos se acercó al taller, donde los truhanes le señalaron el telar vacío, preguntándole: ¿No es espléndido? ¡Ved, Majestad, el progreso de vuestro traje que encandilará a cualquiera que lo vea! El emperador miraba y miraba, al igual que sus cortesanos, sin ver nada de lo que decían. ¿Seré tonto o es que no valgo para mi oficio? caviló para sí.
Todos eran conscientes de la invisibilidad de la tela, pero ninguno se atrevía a poner en palabras lo que era patente, porque el hacerlo significaría su descalificación total ante los demás. Así que todos, comenzaron a competir entre sí por ver quién alababa más lo que tenían ante sus ojos.
El emperador envió más dinero, más seda y más oro, para que los dos embusteros agilizaran y terminaran cuanto antes la obra. Y así llegó el gran día, el día en el que el emperador saldría por las calles de su ciudad, engalanada como nunca antes, para lucir el traje sin par. Majestad, desnudaos de vuestras vestiduras para poneros el traje que ya está terminado, dijeron los dos farsantes. El emperador se desnudó y ellos comenzaron a gesticular como si le estuvieran poniendo los calzones, la casaca y el manto. ¡Es ligero como la tela de una araña! ¡Qué bien le sienta! ¡Qué estilo! Estaba encantado mirándose una y otra vez delante del espejo, por lo que pensó que ya había llegado la hora de presumir delante de todo su pueblo.
La comitiva salió a la calle, donde el pueblo aguardaba expectante. Todos se quedaron estupefactos al ver el espectáculo de su emperador desnudo, pero nadie se atrevía a confesar lo que veía. Al contrario, prorrumpieron en alabanzas al nuevo traje del emperador. La comitiva imperial seguía su brillante camino, hasta que un niño entre la muchedumbre gritó: ¡Pero si no lleva nada encima! Todos enmudecieron. De pronto, se comenzó a oír un murmullo, que poco a poco fue elevando su voz hasta que resultó un clamor: ¡El emperador está desnudo! Las risas y carcajadas estallaron por doquier. El emperador no sabía dónde meterse y a estas alturas los dos granujas ya estaban muy lejos de aquel lugar.
El cuento de Andersen es toda una magistral lección del arte de la manipulación. Los manipuladores crean una premisa falsa que se sostiene gracias a las debilidades y temores que los seres humanos tenemos. También se aprovecha de la importancia que damos a la opinión que los demás tienen de nosotros, de manera que somos capaces de negar lo evidente y admitir lo grotesco y perverso, con tal de no parecer idiotas. ¡Ay, si Andersen levantara la cabeza! Su cuento es toda una metáfora de la sociedad española del siglo XXI…
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