Una nota de triunfalismo que hasta el año pasado podíamos exhibir era la marcha de la economía, pero he aquí que ha demostrado ser un castillo de arena construido a orillas de una playa, habiendo bastado el lamido de las olas para poner en evidencia la falta de cimientos que tenía.
Entre esas cuestiones vergonzosas que tenemos entre manos están los recientes casos de menores protagonistas de violaciones en Huelva y Córdoba. Algunos de ellos tienen trece años de edad, habiendo forzado a una muchachita de la que han abusado física y sexualmente, marcándola para el resto de su vida. Trece años de edad significa que no podemos echarle la culpa a Franco de esto, porque ya durante la infancia de sus propios padres el régimen franquista había desaparecido. Trece años de edad también significa que las expectativas que hasta ahora habíamos establecido como mínimas para delinquir han sido sobrepasadas, toda vez que el Código Penal no contempla que alguien pueda ser encausado si tiene menos de catorce años. Uniendo ambas evidencias llegamos a la conclusión de que lo que ha ocurrido no podemos endosárselo a nadie más sino a nosotros mismos, que hemos criado a estos pequeños monstruos, y de que la precocidad en la maldad es cada vez mayor.
Claro que el caso de los menores violadores de Huelva y Córdoba se queda pequeño si lo comparamos con el caso de los menores asesinos de la niña de catorce años de Ripollet, a la que violaron, degollaron y se ensañaron con su cadáver. Un poquito más avanzados en edad, pero no mucho, serían también los presuntos asesinos de Marta del Castillo, esos que traen de cabeza a jueces y policías, o aquellos otros que prendieron fuego a una mendiga en el cajero de un banco, porque ´olía mal´. Sin olvidar los espeluznantes asesinatos de Sandra Palo y otros semejantes, cometidos por adolescentes que en el momento de sus crímenes todavía no se afeitaban.
Así pues,
hay entre nosotros toda una generación de pequeños pero destacados criminales y delincuentes que, insatisfechos con cometer de vez en cuando alguna travesura o gamberrada propia de su edad, se han manifestado como auténticos peligros sociales, de manera que la bomba la tenemos en la misma casa, lo cual significa que el hogar no está funcionando como lugar de formación y educación. Ahora bien, si esto es así, se deduce que el problema recae en los padres, que son los últimos responsables de sus hijos. Claro que si tenemos en cuenta que los padres mismos andan perdidos, habiéndoseles además quitado la poca autoridad que ya ejercían al poder ser denunciados por los hijos si usan ciertas medidas disciplinarias, entonces llegamos a la conclusión de que lo que está pasando es el resultado lógico y esperable de un fracaso anunciado.
Porque ¿con qué autoridad y en nombre de qué valores les puede recriminar a estos precoces malhechores una sociedad que anda escasa de tales valores? ¿Cómo se le explica a uno de estos chavales que lo que él hace está mal, pero lo que hace su hermana de dieciséis años abortando está bien? ¿Tendremos la osadía de procurar que no hagan lo que por otra parte legislamos que se haga? ¿Cómo pretendemos, por un lado, iniciarles en el sexo, traspasando determinadas líneas rojas, y por otro lado nos echamos las manos a la cabeza si sobrepasan otras líneas rojas? ¿Por qué unas líneas rojas son traspasables y otras no? ¿Quién es la autoridad que lo decide? ¿Cuál es el criterio para decidir lo que es transgresivo y lo que no lo es? ¿Y cómo, en una cabeza de trece años, se marca la raya de separación entre lo que se puede trasgredir y lo que no se puede trasgredir? ¿Cómo determinada moda femenina en el vestir, o habría que decir desvestir, que es incitación a la excitación, se quiere conjugar con un varón que ha de mantener su libido contenida, teniendo en cuenta que ésta se enciende por la vista? Así que por un lado se provoca al varón y por el otro se le exige ser comedido. Es como echar una cerilla en un pajar y esperar que no arda. ¿Cómo conciliar que en una playa pública haya desvergonzadas mujeres semidesnudas que tranquilamente se exhiben ante la presencia de varones y niños y que un desvergonzado varón sea detenido por masturbarse en público, acusado de exhibicionismo? Si esto último es exhibicionismo, lo primero también lo es. Y si lo segundo es reprobable, también lo es lo primero.
Recuerdo que cuando era niño teníamos en el colegio una asignatura que se llamaba Urbanidad. Era uno de aquellos libros de texto de los que posteriormente hemos hecho mofa y burla, tildándolos de ejemplo de cursilería, afectación y pedantería. Es posible que algo de eso hubiera en aquellos textos escolares de principios de los años sesenta, aunque a decir verdad, y en vista de lo que estamos siendo protagonistas, me pregunto si no sería conveniente que se instaurara de nuevo la asignatura, si bien me temo que a estas alturas sería como recetarle aspirinas a un enfermo de cáncer. Urbanidad, hay que recordarlo, procede del latín
urbanitas y significa ´de la ciudad´, como opuesto a lo del campo, porque se suponía que en la ciudad es donde se enseñaban y practicaban los rasgos peculiares de la vida urbana, que eran la cortesía, la educación, la delicadeza de costumbres y el buen comportamiento, donde entraba el respeto y la obediencia a los padres y mayores en general.
Pero como hemos arrojado por la borda la urbanidad como algo ridículo,
lo que nos ha quedado es la grosería, el descaro y, finalmente, la barbarie. Otra “miembra” del Gobierno manifestaba recientemente que nunca más nadie va a tutelar los valores morales en España. Pues bien, tal vez estos niños criminales y delincuentes son el resultado de nuestra independencia moral. ¡Ah! Y que tengan mucho cuidadito sus padres con darles un “pescozón” a estos adorables angelitos, que los denunciamos ante los tribunales como osen cometer tal agresión.
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