Pero el caso de Papúa-Nueva Guinea es aún más lacerante, porque en esa nación, de extensión algo menor que España, son pocas las lenguas, de esas ochocientas, que tengan más de algunas decenas de miles de hablantes, dado que la inmensa mayoría cuentan sólo con algunos cientos de ellos.
Y de nuevo aquí surge la pregunta ¿Merece la pena realizar una tarea tan exigente en unas circunstancias tan difíciles para proporcionar la Biblia a simplemente un puñado de personas de un grupo lingüístico concreto? ¿No sería mejor que esos grupos minoritarios aprendieran alguna de las lenguas mayoritarias en las que la Biblia ya está traducida? Sería un ahorro en recursos, tiempo y esfuerzos, especialmente si tenemos en cuenta que vivimos en la era de la globalización, donde todo tiende a ser homogéneo y rentable.
Si además tenemos en cuenta que muchas de tales lenguas son solamente orales, es decir nunca han sido puestas por escrito, tendremos un argumento añadido para evitar tan titánica tarea, toda vez que antes de nada es preciso analizarlas y luego dotarlas de un sistema apropiado de escritura, para a continuación comenzar el trabajo de traducción propiamente dicho. Después será necesario un programa de alfabetización para enseñar a la gente a leer su propia lengua. Todo esto significa muchos años de duro trabajo para que la Biblia pueda ser accesible a un grupo lingüístico determinado. ¿Merece la pena?
Un rotundo sí es la respuesta a tal pregunta. Y ello por una razón muy sencilla pero muy poderosa: La mejor manera de llegar al corazón de las personas, pasando por su mente, es hablándoles en su lengua materna.
La lengua materna es el medio natural en el que la persona recibe y expresa, en toda la profundidad y versatilidad posibles, sus más profundos pensamientos y sentimientos. Toda su cosmovisión y filosofía de vida, sea cual sea, está indisolublemente unida a esa lengua, cuyo poder de apelación es insustituible. Seguramente todos hemos experimentado la frustración y las grandes limitaciones que impone un mensaje oral que nos llega en una lengua que no es la nuestra o las que tenemos para hacernos entender en una que no conocemos bien. Y no digamos cuando tenemos que poner por escrito nuestras ideas en una lengua que no nos es familiar. De manera que obligar a ciertas personas a que aprendan otra lengua que no es la suya para poder tener acceso a la Biblia es todo un ejercicio que conducirá a la alienación de la persona hacia la Biblia, justo lo contrario de lo que la misma Biblia pretender hacer.
Pero
el problema puede agudizarse todavía más, porque salvo las lenguas artificiales, como el esperanto, no hay ninguna lengua que sea neutral y aún en el caso del esperanto es dudoso que lo sea. Esa falta de neutralidad se aprecia en el hecho de que cada lengua está asociada indisolublemente a la comunidad que la habla, la cual posee unos rasgos, creencias, historia y cultura determinados.
En definitiva, toda la idiosincrasia de tal comunidad está contenida en su lengua. Y no solo sus aspectos más amables y positivos sino también los más inquietantes y hasta siniestros. De ahí que la mera mención de determinada lengua despierte en los hablantes de otra, que no han tenido una relación fácil con ella, un recelo o rechazo automático. Por eso para muchas personas puede resultar insuperable el hecho de recibir un determinado mensaje que les viene en un envoltorio al que ellas conceptúan como detestable, al ser una lengua asociada con querella, polémica o agresión histórica. Las asociaciones y arquetipos que formamos en nuestra mente están profundamente arraigadas en lo personal y en lo colectivo y aunque el mensaje pueda ser el más excelente de todos, si viene en un envoltorio que no es el adecuado, será rechazado con el envoltorio mismo.
Hay un ejemplo registrado en la propia Biblia sobre el poder que la lengua materna tiene, que está en el libro de los Hechos 21:37-22:2. Se trata de una situación explosiva, cuando el apóstol Pablo fue visto en el templo por sus adversarios, formándose un tumulto y siendo apresado inmediatamente. En esta acalorada, irracional y pasional escena puede ocurrir cualquier cosa, incluido un derramamiento de sangre, porque Pablo representa para sus adversarios lo más detestable y su enseñanza un cúmulo de blasfemias y falsedades, siendo su presencia en el templo una auténtica provocación. En esta caldeada atmósfera, donde los sentimientos religiosos más profundos están a flor de piel, se va a producir un hecho insólito. Pablo, que acaba de hablar con el tribuno en griego(1), va a dirigirse a la exaltada multitud de los judíos que quieren matarlo en hebreo(2), es decir en la lengua materna de ellos y de él mismo. Lucas, el escritor de Hechos, nos ha dejado un dato importantísimo de la reacción de la enfurecida masa al oír a su odioso enemigo hablarles en su lengua materna:
´Y al oír que les hablaba en lengua hebrea, guardaron más silencio.´(3)
Pablo está en el peor de los escenarios posibles ante una muchedumbre con la peor actitud posible hacia él. Y sin embargo, por el mero hecho de dirigirse a ellos en su lengua materna se va a producir un sepulcral silencio en el que sus adversarios van a escuchar su testimonio. Es decir, Pablo se gana el derecho a ser escuchado por los mismos que unos instantes antes no querían ni verlo. ¿La explicación de este radical cambio? El poder de apelación que la lengua materna tiene sobre cada individuo, incluidos los más fanáticos que podamos imaginar. ¿Qué hubiera pasado si a Pablo se le ocurre dirigirse a esa multitud de judíos hablándoles en griego?
Si queremos que el evangelio llegue a cada persona debemos llevárselo en su lengua materna. Y si queremos eludir un formidable obstáculo que impide que cualquiera pueda recibir el evangelio hemos de procurar dárselo no en una lengua ajena sino en la suya propia.
1) Hechos 21:37
2) Hechos 21:40
3) Hechos 22:2
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