A partir de ese momento es previsible que el musulmán lleve el debate hacia un terreno en el que se repiten invariablemente los argumentos, no importando si el protagonista es sirio, paquistaní, marroquí o egipcio, ni si el debate está teniendo lugar ahora en el siglo XXI o tuvo lugar hace mil años.
El empeño de la parte musulmana contra la parte cristiana tiene que ver con la superioridad del Corán sobre la Biblia, basándose en que hay un texto unificado del primero mientras que no puede decirse lo mismo de la segunda, donde las variantes textuales dependen de qué manuscritos se estén manejando, lo cual, según los musulmanes, arroja una sombra de duda sobre la confiabilidad de la Biblia, algo que está fuera de sospecha sobre el Corán a causa de la ya mencionada uniformidad del texto. Las falsificaciones judaicas y cristianas a través de los siglos, afirman, explicarían esa disparidad en la Biblia, algo de lo cual está exento el Corán, el cual Dios dio precisamente para dejar en claro, de una vez por todas, su Revelación.
Es inútil que el cristiano señale que las variantes textuales no modifican el contenido esencial del mensaje bíblico o que los hallazgos arqueológicos corroboran reiteradamente la fiabilidad de la transmisión del texto de la Biblia que usamos. El musulmán volverá a la carga una y otra vez con el argumento de las falsificaciones en la Biblia y la incorruptibilidad del Corán, incluso aunque nunca haya leído por sí mismo ninguno de ambos libros, cosa bastante corriente si tenemos en cuenta el alto porcentaje de analfabetismo que existe en muchos países musulmanes. Tampoco servirá de mucho aducir que el Corán también tuvo sus variantes textuales hasta que el yerno de Mahoma y tercer califa, Utmán, ordenó la destrucción de todas las versiones salvo una, sancionada como oficial.
Pero en la discusión el musulmán echará mano de otro argumento derivado del anterior, señalando que frente a la multiplicidad de traducciones de la Biblia a tantas lenguas, el Corán mantiene su singularidad original en árabe, lo cual sería una prueba más de su superioridad. Es decir, el Corán, debido a su inimitabilidad y peculiar asociación con la lengua y escritura en la que fue plasmado, el árabe, no puede traducirse y seguir siendo el Corán. Cualquier traducción a otra lengua significa que estamos no ante el Corán en sí sino ante una traducción del Corán. La distinción no es baldía para un musulmán. En el momento que escribo esto tengo delante de mí un ejemplar bilingüe del Corán en árabe y español editado en Arabia Saudita, habiendo tenido los editores el cuidado de especificar en el lomo y tapa del libro el siguiente título: Traducción del Noble Corán. Porque no es lo mismo Traducción del Corán que Corán.
Pero esa invariable asociación entre texto y lengua, que parece asegurar la autoridad, fiabilidad e incorruptibilidad de ese libro, resulta ser precisamente su talón de Aquiles, porque significa que la inmensa mayoría de la humanidad está fuera del alcance de su mensaje, al no ser la lengua árabe su lengua materna. Si el Corán es la revelación de Dios y esa revelación está limitada estrictamente a un solo medio de transmisión, como es el árabe, la deducción es que Dios resulta incomprensible a todos los que no sean arabófonos, lo cual implica que estamos ante un Dios atado por un convencionalismo como es una lengua determinada. Todavía más: Si para llegar a conocer a Dios por el Corán hay que aprender árabe ello significa que Dios nos está obligando a dar un salto que muchos nunca, por falta de capacidad, tiempo y recursos, podrán dar, con lo cual ese Dios se queda remoto e inaccesible para la mayoría. Así es el Dios del Corán.
¡Qué diferencia con el concepto cristiano de revelación! Según el cual aunque Dios usó dos lenguas (tres si tenemos en cuenta las porciones arameas) para plasmar su revelación, no está encapsulado en ellas, ni tampoco considera que su Palabra lo sea mientras esté solo en hebreo o en griego. Tanto si está en swahili, achuar, gogodala o cualquier otra lengua a la que haya sido traducida, ese mensaje es su Palabra. Palabra poderosa, fiel y verdadera. Una Palabra que se pone a nuestra altura, a nuestro alcance, tal como hizo Jesucristo haciéndose hombre, es decir, haciéndose accesible y cercano a nosotros. No exigiendo que demos un salto que para muchos es imposible dar, sino salvando él mismo el abismo que nos separaba de él. Ya teníamos bastante con una sima moral imposible de superar, a causa de nuestro pecado, como para añadir otro inconveniente más, esta vez de tipo lingüístico y cultural, si también tenemos que aprender una lengua ajena para acercarnos a él. Pero la Encarnación y la Expiación nos enseñan que lo que era imposible para nosotros, él lo ha hecho posible. Y la traducción de la Biblia va en la misma dirección, derribando obstáculos y facilitando lo que de otra forma sería inalcanzable.
¡Qué importante es que cada ser humano tenga estas buenas noticias en la lengua que puede entender! Preferiblemente en su lengua materna o al menos en una que les sea comprensible, como fue el caso del etíope en el relato de
Hechos 8:26-33, donde aquel hombre de elevada posición iba leyendo el Antiguo Testamento en el crucial capítulo de
Isaías 53. Su lengua materna sería la ge´ez, la antigua lengua del reino de Aksum en Etiopía. Pero como el Antiguo Testamento no estaba disponible en ge´ez, solo quedan tres opciones para dilucidar en qué lengua iba él leyendo
Isaías 53. O bien en hebreo, o bien un tárgum arameo, o bien en griego, en la traducción denominada Septuaginta. Es dudoso que el etíope supiera hebreo, también es dudoso que conociera arameo, que ya no era la lengua de la diplomacia que fue en el pasado, pero es fácil suponer que conociera griego, la lengua franca de aquel entonces y lengua internacional de amplia difusión y alcance.
Sí, hay que hacer todo lo que esté de nuestra parte para traducir la Biblia a cada lengua franca de la actualidad, entendiéndose por lenguas francas las que en una zona determinada sirven para la intercomunicación entre grupos humanos que hablan diferentes lenguas, tal como hicieron los judíos al verter el Antiguo Testamento al griego. Gracias a esa traducción y a que hubo un intérprete (Felipe) que conocía quién era el personaje aludido en Isaías 53, el etíope recibió el evangelio de la salvación.
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