Claro que como vivimos en la era de lo virtual no es de extrañar que también las sentencias de la Justicia lo sean, amoldándose así esta augusta dama a los tiempos que vivimos.
Hay una huida generalizada de la realidad y por eso buscamos y nos inventamos mundos fantásticos, mundos virtuales, que no existen más que en nuestra imaginación. Y así hemos fabricado una antropología virtual, un derecho virtual, un matrimonio virtual, una religión virtual, una sexualidad virtual, una economía virtual y una justicia virtual. Una vida virtual, en resumen. Lo mismo que ocurre en el cine, donde impactantes escenas virtuales conseguidas gracias a los efectos especiales realizados por el ordenador han desplazado a las modestas escenas reales, así sucede en la vida cotidiana, donde lo importante es una ficción imponente que opaque la realidad. El problema es que nos sucede lo mismo que al borracho o al drogadicto, que tras la evasión se vuelven a encontrar otra vez con la realidad impertérrita que no se ha movido ni un milímetro de su lugar. Y entonces sólo quedan dos opciones: intentar afrontar esa realidad, pero la voluntad ya está debilitada al haber buscado el escape fácil, o volver de nuevo a la evasión de lo virtual, lo cual acaba convirtiéndose en todo un engañoso estilo de vida.
José Ignacio de Juana Chaos ha matado a veinticinco personas en diversos actos terroristas, razón por la cual la Justicia le condenó a tres mil años de cárcel, de los cuales ha cumplido veintiuno y ahora está libre sin cargo alguno. Es decir, los tres mil años representan la Justicia virtual y los veintiuno la Justicia real. Algo que nadie comprende y que hasta un niño de diez años consideraría bochornoso. Aunque ha habido, incluso desde el Gobierno, quien nos ha querido explicar este inexplicable desenlace diciendo que la culpa es… ¡de Franco! Ya puestos ¿por qué no cargarle la responsabilidad de este desaguisado a los Reyes Católicos o al Cid Campeador? Pero el argumento de que la culpa es de Franco nace de un olvido y nos lleva a una contradicción. La contradicción es que si decimos que el Código Penal de Franco era demasiado benigno, implícitamente estaremos diciendo que Franco mismo, su creador, era benigno también, con lo cual estaremos traicionando uno de los grandes axiomas de la democracia española: que Franco fue un dictador. Y el olvido es que el Código Penal de Franco se pudo perfectamente modificar durante el tiempo, década de los ochenta, en que los terroristas de ETA mataban una semana sí y otra también, sembrando por doquier la muerte y la destrucción; sin embargo, nadie en los Gobiernos de entonces movió ni un solo dedo para cambiar dicho Código Penal. ¿Lo pudieron hacer? Por descontado. Pero no quisieron.
Ahora resulta que Franco, el totalitario, nos es útil, porque es la hoja de higuera con la que pretendemos cubrir nuestra desnudez ¡Patético! Pero más patético si cabe es el hecho de que durante estos treinta años desde la instauración de la democracia, estemos incansablemente queriendo arreglar la casa ajena cuando deberíamos dedicarnos a reparar la nuestra, que buena falta nos hace. Me refiero al hecho de haber puesto como blanco de nuestras más feroces críticas y más ácidas burlas al sistema judicial de los Estados Unidos, por aplicar la pena de muerte. Periódicamente y cada vez que allí se realiza una ejecución, aquí se produce una airada reacción. Reacción liderada por ciertos medios de comunicación para los cuales la pena de muerte es el epítome de lo irracional, lo inhumano y lo cruel. Se nos informa con detalle de cuántos minutos tardó el reo en morir desde que se le inyectó el veneno o cuántas descargas eléctricas hicieron falta para acabar con su vida, cuántos llamamientos internacionales se hicieron para que tal acto no se llevara a cabo, cuántos presos esperan en el corredor de la muerte, cuánto tiempo llevan allí. Y así una y otra vez.
Pero ¿estamos nosotros en España en la posición de enmendarles la plana a los estadounidenses? ¿Tenemos autoridad para estar recriminándolos, si tenemos en cuenta que asesinos, y de Juana Chaos no es el primero ni será el último, campan a sus anchas por nuestras calles habiendo saldado sus cuentas con la Justicia con unas cifras que sonrojan a cualquiera que tenga un mínimo de cordura? En lugar de reprobar sistemáticamente el concepto retributivo de justicia que hay en Estados Unidos sería conveniente replantearse si nuestro concepto reformativo es lo suficientemente justo. Y cuando comience a serlo entonces podremos ir a ellos a enseñarles algo mejor.
Pero el colmo de la desfachatez es que los mismos que están, por principios, contra la pena de muerte del culpable están a favor, por principios, de la pena de muerte del inocente, si la madre gestante así lo quiere. Porque esto sí es un derecho. Lo otro, lo de aplicar la pena de muerte a los culpables, es una perversión del derecho y un atentado contra los derechos humanos. Todo al revés. Pero es lo que nosotros mismos hemos fabricado. Al final, como no podía ser de otra manera, nuestras vergüenzas han sido puestas en evidencia públicamente. Y de Juana es la demostración más palpable.
‘La justicia engrandece a la nación; mas el pecado es afrenta de las naciones.’ dice Proverbios 14:34. Este texto bíblico nos enseña en qué consiste la auténtica grandeza de cualquier nación. No está en su PIB, ni en su poder armamentístico, ni en su capacidad tecnológica o científica. También nos muestra en qué radica la vergüenza de cualquier nación, que no está en su falta de recursos naturales o artificiales, ni en su debilidad numérica, ni en su atraso material, ni en su pequeñez geográfica. La grandeza o la miseria de cualquier nación gira en torno a dos grandes conceptos de valor intemporal: la justicia y el pecado. Ya que una de las facetas de la justicia es la retribución del mal, se sigue que en España nos queda mucho para alcanzar la verdadera grandeza.
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