De ahí que
la categoría de un pastor esté definida por el número de miembros que hay en su iglesia, lo cual se hace constar siempre en la propaganda que los anfitriones de tal o cual acontecimiento hacen del mismo: Conferenciante Fulano de tal, pastor de una iglesia de 5.000 miembros. A partir de ese dato, y con la aureola que dan los números, ese personaje ya tiene concedido un plus que otro pastor de una iglesia de 50 miembros tiene que ganarse con sangre, sudor y lágrimas.
Es posible que luego su predicación o enseñanza resulte decepcionante, pero los números son los números.
Con esa mentalidad de sumar, todo lo que sea restar es menoscabo; pero si además a ese restar se le añaden responsabilidades económicas e incertidumbre sobre la viabilidad y éxito del proyecto misionero, entonces el resultado es desanimar al candidato, plegar velas y retenerlo para labores locales. De esa manera vamos a lo seguro y seguimos engordando nuestra iglesia local.
Claro que también está el otro lado de la cuestión: aspirantes con la cabeza llena de pájaros que han oído de las peripecias de Livingstone en África y les gustaría convertirse en algo parecido, cuando en su iglesia local no han practicado los mínimos requisitos de un miembro comprometido. Es lógico que a candidatos así, los pastores los vean más como una amenaza que como un potencial y procuren disuadirlos de ´jugar a las misiones´, instándolos a que aprendan primero el ABC de la vida cristiana.
Ambos escollos, pastores centralistas y aspirantes alocados, fueron evitados por aquella primera iglesia misionera que fue Antioquía. Hay dos elementos que así lo reflejan:
Fue una iglesia que estuvo dispuesta a desprenderse de dos de sus miembros, lo que significaba restar números y perder recursos humanos.
Esos dos miembros ya estaban sirviendo en tareas locales, no siendo en manera alguna dos neófitos sedientos de aventuras.
En otras palabras,
Antioquía se desprendió de dos de sus mejores hombres y al hacerlo ´perdió´ buena parte de su capital espiritual. Pero ¿lo perdió de veras? No. Más bien esa ´pérdida´ fue una inversión cuyos réditos iban a tener repercusiones universales, de manera que Antioquía se convertiría en base de operaciones misioneras, en madre de muchas iglesias locales y en paradigma de lo que debe ser una iglesia.
Y es que con Antioquía se cumple sobradamente la primera parte de aquel texto:
´Hay quienes reparten y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza´.(1) La segunda parte del mismo sería aplicable a los pastores e iglesias centralistas.
Pero lo que hizo Antioquía no lo hizo de motu proprio, sino que lo hizo en obediencia al mandato del Espíritu Santo, lo cual indica que ese Espíritu es misionero por antonomasia. Si ello es así, quiere decirse que no es el impulso de la iglesia el que está detrás de las misiones, sino que la iglesia simplemente secunda lo que el Espíritu está promoviendo. Esto nos lleva a una conclusión bastante inquietante: Si las misiones son la voluntad explícita del Espíritu Santo, la apatía o la resistencia a las mismas resulta ser apatía o resistencia al Espíritu Santo. Y aquí entramos en un terreno muy escabroso, porque las tales son apatía o resistencia no a hombres u organizaciones sino a Dios.
De esta iglesia obediente y desprendida había de salir el misionero más grande que nunca haya existido, el apóstol Pablo, modelo de misioneros, así como la iglesia desde donde fue enviado es modelo de iglesia misionera.
Antioquía y Pablo ¡Qué binomio tan inspirador! ¡Qué dúo tan desafiante! ¡Cuán necesitados estamos en España de iglesias misioneras que se desprendan de aquellos que van a ser apóstoles del evangelio a las naciones!
1) Proverbios 11:24
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