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Presunción de culpabilidad

Una de las características que hicieron temible al Tribunal del Santo Oficio (Inquisición) fue que el sospechoso de herejía era culpable mientras no se demostrara lo contrario. Es decir, la ardua tarea que el acusado tenía sobre sí era convencer a sus jueces de que era inocente, lo cual, como veremos, era más difícil que lograr la cuadratura del círculo. Desde el mismo momento en que las autoridades eclesiásticas intuían que en determinado lugar había indicios de herejía, se ponía en marcha un i
CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 07 DE JUNIO DE 2007 22:00 h

Lo primero que el inquisidor hacía era proclamar dos edictos: el de fe y el de gracia. Por el edicto de fe se apremiaba a todos los habitantes del lugar a denunciar a los herejes y cómplices, sin excluir a los propios parientes y familiares. De no hacerlo serían ellos mismos culpables de encubrimiento y enfrentarían las consecuencias. Por el edicto de gracia se concedía un plazo de quince o treinta días para que los herejes se presentaran espontáneamente. Durante este periodo se ponía en marcha la búsqueda de herejes y sospechosos.

Una vez terminado el plazo de gracia comenzaba el proceso en sí, en el que el juez era el mismo inquisidor que había realizado las pesquisas. Aquí encontramos ya la primera aberración del sistema, al unificar la función inquisitiva y la judicial, con lo cual difícilmente el juez podía ser imparcial hacia el acusado. Es como si el policía, que busca pruebas contra el presunto delincuente, también ejerciera el cargo de juez. Pero no terminan aquí las aberraciones del sistema. El acusado estaba en la obligación de decir la verdad, para lo cual se usaban todos los medios imaginables: promesas, amenazas, presiones y tortura, siendo la autoinculpación la prueba suprema en su contra. Toda la fase sumaria era secreta, de manera que el reo no sabía qué cargos había contra él ni quiénes habían sido sus delatores, cuya declaración no era pública. El abogado del acusado no asistía a las audiencias.

Es fácil deducir las consecuencias de este cúmulo de tropelías: indefensión total del acusado ante un poder despótico que le negaba a priori la presunción de inocencia. De ahí a la hoguera solo hay un paso.

La Inquisición fue el mecanismo que la Seguridad del Estado inventó para proteger al Estado mismo, ante la amenaza que los grupos heréticos suponían. En efecto, en una época en la que la homogeneidad religiosa era la piedra angular del edificio político-religioso, la herejía suponía el mayor peligro, al poner en entredicho tal homogeneidad. Al verse mortalmente amenazado, el Estado, capitaneado por la Iglesia de Roma, creó la Inquisición. Pero al hacerlo, recurriendo a un medio tan monstruoso, el Estado mismo y esa Iglesia se convirtieron en culpables de delito. Por eso la Historia no los ha absuelto.

Ahora vivimos en un Estado de Derecho, donde se establece la presunción de inocencia y lo que en un proceso judicial se tiene que demostrar es la culpabilidad del acusado, porque mientras no haya pruebas en su contra cualquiera es inocente. Es decir, todo lo contrario al pensamiento jurídico que sustentaba la Inquisición. De ahí que los ciudadanos en democracia tenemos derechos y garantías, amparados por la ley, que nos defienden frente a la posible arbitrariedad y abuso de los poderes del Estado.

Pero el terrorismo se ha convertido hoy en día en la mayor amenaza para muchos Estados actuales: Israel, Estados Unidos, Reino Unido, España, Marruecos, Rusia, India y un largo etcétera, consideran prioritario la prevención y combate de ese peligro que busca destruirlos. Sin embargo, es fácil que en la legítima defensa, la Seguridad del Estado se extralimite en sus competencias y entre de lleno en la ilegalidad cuando no en el atropello. En otras palabras, el sagrado axioma de que uno es inocente mientras no se demuestre lo contrario puede de nuevo volver a ser vulnerado, incluso en democracias bien asentadas. Para llegar a eso se comienza por ser sospechoso mientras no se demuestre lo contrario.

Uno de los lugares en los que se respira un aire de sospecha global es en los aeropuertos, donde a raíz de los terribles atentados del 11-S se ha creado un ambiente propicio para ello. En algunos aeropuertos, aparte de pasar por los consabidos arcos de seguridad, es preciso quitarse también los zapatos, de manera que formando una larga fila, los pasajeros descalzos son observados por los agentes y oficiales que pueden estar vociferándote algo en una lengua que no entiendes. Sintiéndote como un conejo asustado ante una jauría de canes ladradores, lo que quieres, por encima de todo, es salir de este embarazoso trance. Especialmente peculiar es el caso de los aeropuertos de entrada a Estados Unidos. Lo primero que ocurre al llegar al control de seguridad es que te hacen una fotografía y te toman las huellas dactilares que, junto con la foto, son enviadas a la base de datos de un macro-ordenador donde ya están fichadas cien millones de personas. Es de agradecer que te tomen una sola foto de frente y no las tres que se hacen en las comisarías desde tres ángulos diferentes.

Pero la gran sorpresa te la puedes llevar una vez regresado a tu país de origen, cuando abres la maleta y descubres una nota del Departamento de Seguridad estadounidense que dice entre otras cosas: ´Como parte del proceso, algunas maletas se abren e inspeccionan físicamente. Su maleta fue seleccionada entre otras para inspección física… Si el inspector no pudo abrir su maleta para fines de inspección porque estaba cerrada con llave, es posible que haya tenido que romper la cerradura de su maleta.´ Y entonces es cuando una pregunta te viene a la mente ¿Cómo es posible que se haya abierto mi maleta sin estar yo presente? ¿Quién me garantiza que alguien no pueda extraer o introducir algo en la misma? ¿No queda aquí el pasajero a expensas de lo que el oficial de turno quiera hacer con su maleta? Si ellos no se fían de mí (y están en su derecho), por la misma razón estoy yo en mi derecho de no fiarme de ellos. Por lo tanto, derecho por derecho. Pero no. Ellos tienen el derecho de considerarme potencialmente sospechoso y de tratarme como a tal, no estando ellos sujetos a un tratamiento recíproco.

Lo peor es que lo que comienza siendo un abrir maletas, se puede convertir en un precedente para abrir tu correspondencia, pinchar tu teléfono o ver tu buzón de correo electrónico. Y entonces es cuando nos encontramos ya en la antesala del peor de los escenarios posibles: la intrusión del Estado en parcelas que invaden derechos fundamentales. Es decir, el Gran Hermano de Orwell. Y de ser considerados sospechosos mientras no se demuestre lo contrario a ser considerados culpables mientras no se demuestre lo contrario, media un paso. ¡Cuidado! que la Inquisición tiene una sombra muy larga.
 

 


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