Es evidente que la teoría de Hamer no puede ser una descripción aplicable a toda la familia humana, porque en tal caso eso le conduciría a un callejón sin salida, al tener que explicar por qué hay gente que cree en algo superior y otros que no creen en nada (aunque en última instancia también creen en algo, pero ésa es otra cuestión). Si ese gen de Dios fuera patrimonio de toda la raza humana, no habría en el mundo ateos ni agnósticos, por lo cual Hamer se guarda muy bien de hacer universalmente extensiva su tesis. El problema es que ni siquiera circunscribiendo su teoría a determinados individuos las cosas cuadran, porque todos conocemos a personas que no creen y sin embargo sus ascendientes eran muy religiosos, y viceversa, personas que creen pero cuyos padres y abuelos eran empedernidos ateos. ¿Cómo se perdió el gen de Dios en el primer caso y cómo surgió en el segundo? Tal vez, diría, se quedó latente en el salto generacional que va de los antepasados que creen a la persona que no cree y salió del estado de latencia en el salto generacional entre los antepasados que no creen y el individuo que cree.
En definitiva, el gen de Dios estaría, como el río Guadiana, apareciendo y desapareciendo a través del árbol genealógico de la raza humana. Lo cual nos lleva a otro callejón sin salida aún peor: si la espiritualidad o falta de ella dependen del ADN, entonces se trata de algo intrínseco a la naturaleza del individuo y, por lo tanto, la fe y la incredulidad son cuestiones por las que Dios nunca podrá juzgar a nadie, de la misma manera que no juzga a nadie por ser rubio o moreno. Más aún, si la fe y la incredulidad son fundamento de la cosmovisión y en ésta va incluida la moral, se sigue que Dios nunca podrá aprobar o condenar las acciones y motivaciones de nadie, porque en último análisis dependen del ADN. Con lo cual cada uno puede vivir, con total tranquilidad, según su código genético. Aquí tendríamos la justificación científica del relativismo moral.
Parece que estamos, una vez más, ante la vieja pretensión de materializar lo inmaterial y de atrapar en el microscopio lo que por esencia es inaprensible, aunque para ser justos con Hamer él deja la puerta abierta para que la fe o la incredulidad se expliquen mediante otras razones añadidas, además de la genética, probablemente porque se da cuenta de que por sí sola la tesis materialista crea más problemas que resuelve. Pero la reducción de lo espiritual y moral a lo material siempre ha sido, desde los tiempos de Demócrito (c. 460 a.C.-370 a.C.), el sueño de cualquier materialista. Ése es también el sueño del movimiento gay, una de cuyas obsesiones consiste en encontrar el gen de la homosexualidad para de esa manera justificar su postura, ya que la explicación de la homosexualidad mediante la educación o factores ambientales solamente, no es de su agrado. Si se consiguiera descubrir que hay un gen portador de la homosexualidad, ello significaría que sus tesis son correctas, pues la homosexualidad pasaría de ser algo moral a algo biológico.
Es evidente que no solamente al colectivo gay le gustaría que un descubrimiento de tal clase se realizara; me imagino que mucha gente que quiere vivir de acuerdo a sus propios patrones de comportamiento quiere escuchar algo así, algo que les justifique y les exima de responsabilidad y de dar cuentas de su conducta. Si se encontrara el gen de la bisexualidad, o se descubriera el gen del robo, o el del error, o el del cinismo, mucha gente sería dichosa; el gen de la violencia o el de la mentira también serían grandes descubrimientos que harían felices a muchos. Porque de esa manera todos estos desórdenes morales serían simplemente cuestiones biológicas.
Pero creo que hay una manera de explicar las cuestiones morales sin necesidad de recurrir al materialismo, y esa manera es la que nos propone la doctrina del pecado original. Ya sé que al leer este par de palabras -pecado original- a algunos le retiñirán los oídos como cuando se rasca el vidrio con el hierro, pero creo que una de las razones de la confusión actual, en tantos niveles, se debe al abandono u olvido de ciertas enseñanzas centrales de la fe cristiana.
El pecado original es la explicación del desorden moral que hay dentro de cada individuo y en el universo en su conjunto, a la vez que nos hace responsables del mismo. En otras palabras, se trata de una enseñanza que muestra la condición global de este mundo y también la particular de cada individuo, remitiendo todo ello a algo terrible que ocurrió en los albores de la humanidad. Sus características son tres: culpa, corrupción y castigo. La culpa procede del principio de solidaridad que toda la raza tiene en Adán, en virtud de su unidad federal con la cabeza; la corrupción procede del principio germinal que toda la raza tiene con Adán, en virtud de su unidad orgánica con la cabeza; el castigo es la consecuencia de la culpa y de la corrupción.
La corrupción colectiva e individual de la raza humana, tal como enseña la doctrina del pecado original, no es un plato de buen gusto para nadie, mientras que querer encontrar tal o cual gen sí es más ventajoso. Pero no hay tal gen que nos excuse. Lo que sí hay es una realidad muy oscura, llamada pecado original, del cual derivan todos los pecados personales y por la cual se nos piden responsabilidades penales. Todo intento de huir de la misma es un autoengaño. Por lo tanto, la mentira, el hurto, la fornicación, la homosexualidad, la injusticia y un largo etcétera no son más que facetas de aquella corrupción.
Ésa es la mala noticia. La buena es que a través de otra cabeza, Jesucristo, y en virtud de los principios de solidaridad y orgánico que se establecen con él por medio de la fe, somos libres de la culpa, del dominio de la corrupción y del castigo. Esta es la buena noticia del evangelio.
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