Sin embargo, hay varias objeciones serias que se pueden hacer a la admiración que Joseph Ratzinger tiene por los escolásticos. La primera es que, como él sabe muy bien, el escolasticismo no fue un movimiento homogéneo; de hecho, la propia palabra
scholasticus que originalmente significaba erudito, un significado que todavía conserva el inglés
scholar, pronto tomó el significado de
escuela, en el sentido de una opinión o énfasis determinados. Y es que efectivamente el escolasticismo tuvo casi tantas escuelas como cabezas destacadas. Además, algunas de esas tendencias eran muy contrapuestas: frente a la escuela agustiniana y conservadora de los franciscanos Alejandro de Hales y Juan Fidanza (San Buenaventura), se alza la escuela aristotélica de los dominicos Alberto Magno y Tomás de Aquino. Mientras que los primeros eran reacios a Aristóteles, los segundos lo tenían como el filósofo por excelencia. Aristóteles acababa de ser redescubierto en Occidente gracias a las traducciones de sus obras hechas por los filósofos y teólogos árabes, y de repente se convirtió en un referente ineludible, hasta el punto de que su autoridad era incuestionable en filosofía.
Precisamente por esta causa se puede hacer otra objeción razonable al escolasticismo, especialmente al aristotélico, y es su exceso de confianza en la razón humana, una confianza que finalmente acabó precipitando su caída. Igualmente se le puede justamente objetar la introducción de todo un marco de categorías filosóficas ajenas y extrañas para el entendimiento y la interpretación de la Biblia. Por ejemplo, los conceptos de sustancia y accidentes, claves para la interpretación católico-romana de la transubstanciación, son de Aristóteles. Finalmente, en su deseo de explicarlo casi todo racionalmente terminó por perderse en cuestiones pueriles que a nadie importaban lo más mínimo, como dilucidar sobre el sexo de los ángeles.
No es extraño que surgiera una recia respuesta frente a ese racionalismo desmedido, que vino bajo la forma del misticismo. Los místicos concebían a Dios como misterio y experiencia, no tanto como objeto de conocimiento intelectual del cual desconfiaban, de ahí el enfrentamiento protagonizado por Bernardo de Claraval y Pedro Abelardo. Pero el tiro de gracia al escolasticismo le vendría de su mismo seno: el franciscano Duns Escoto daba primacía a la voluntad en Dios y no a la razón en Dios, como había hecho el dominico Tomás de Aquino. Esto significaba que Dios es libre y soberano y en su voluntad está la razón última de todo. Esa voluntad es justa en sí misma, no porque sea razonable sino por el simple hecho de ser su voluntad. En otras palabras, la diferencia entre el franciscano y el dominico se podía expresar en el siguiente dilema: ¿Algo es justo porque Dios lo manda o Dios lo manda porque es justo? El dominico se inclinaría por la segunda parte de dicho dilema, el franciscano por la primera. A partir de ahí todo el elaborado edificio intelectual del escolasticismo racionalista, comparado a la minuciosidad y complejidad de una catedral gótica, se vino abajo.
El sobrecargado sistema de pensamiento escolástico había llegado a ocultar, con su método y alianza, la sencillez del evangelio, de manera que al ya recargado cristianismo medieval se le había añadido la autoridad de la filosofía, personificada en Aristóteles. Por tal razón, los pre-reformadores de los siglos XIV y XV y los reformadores del siglo XVI buscaron en la Sagrada Escritura el evangelio en su forma prístina, original. Y para ello fueron a las fuentes: el Nuevo Testamento griego y el Antiguo Testamento hebreo, para allí, libres de aditivos extraños, encontrarse con lo que Dios había revelado. Ese motivo hacía urgente también traducir la Biblia a las lenguas vernáculas, para que las gentes pudieran entender directa y claramente lo que Dios había hablado. La consecuencia lógica de todo ello fue la acuñación del lema:
Sola Scriptura, que hacía referencia a la suficiencia de la Palabra de Dios para sostener la fe de cualquier cristiano y a su autoridad absoluta.
En definitiva, el entusiasmo de Benedicto XVI por el escolasticismo, que trató de aunar fe y razón, hay que matizarlo en vista de las debilidades inherentes del sistema y de los problemas que acarreó. Aunque en su discurso propuso a la razón como método universalmente válido para dilucidar cualquier cuestión porque Dios es Logos (Razón) y califica a los teólogos que pusieron el énfasis en la voluntad de Dios como responsables de un concepto de Dios arbitrario,
es preciso señalar que si bien Dios se nos presenta en la Biblia en términos inteligibles y racionales, también en la misma Biblia se nos presenta en maneras trascendentes que están más allá de nuestro raciocinio y comprensión, hasta el punto de que algunas nos parecen ilógicas o irracionales. Con todo, hay una relación entre fe y razón que podemos extraer de la misma Biblia, tal como el pasaje superior indica. Pero eso lo veremos en el próximo artículo.
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