La diferencia entre gobernantes y gobernados es que los primeros son responsables de guardar y hacer guardar la ley y los segundos sólo de guardarla. De hecho hay una fórmula estipulada cuando un cargo público asume su responsabilidad:
‘Juro (o prometo) por mi conciencia y honor guardar y hacer guardar la Constitución. Esa mención a la Constitución, y no a cualquier otra norma, en el instante de acceder al cargo se explica porque la Constitución es, según sentencia del Tribunal Constitucional,
“norma cualitativamente distinta… por cuanto incorpora el sistema de valores esenciales... norma fundamental y fundamentadora de todo el orden jurídico.”(1) De ahí que sea la norma plena y superior de la cual emanan todas las demás.
El pasado 29 de junio el Presidente del Gobierno español hacía una declaración de trascendental importancia para el futuro de España al decir que
‘el Gobierno respetará las decisiones de los ciudadanos vascos que adopten libremente’, refiriéndose al proceso iniciado tras el comunicado que hizo ETA el 23 de marzo en el que anunciaba un alto el fuego permanente. Esto parece indicar que habrá una manera en la que los vascos se pronunciarán sobre su futuro, resolviendo si desean seguir siendo parte de España o bien se segregan de ella, y que el Gobierno español aceptará su decisión.
Ahora bien, que el Presidente de un Gobierno que ha prometido guardar y hacer guardar la Constitución realice tal declaración, significa que puede estar hollando la Constitución misma, que en el artículo 1 afirma que la soberanía nacional reside en el pueblo español como un todo y en el artículo 2 asevera la indisoluble unidad de la nación española. En otras palabras, según la Constitución ni la soberanía ni la unidad de España son negociables. El hecho de que ambos conceptos, soberanía y unidad, se hallen en los dos primeros artículos de la Constitución indica que son nociones motrices que presiden todo lo demás. Es decir, estamos ante las vigas maestras del ordenamiento jurídico de la Carta Magna, que en su artículo 9.1 proclama la supremacía de la Constitución sobre todos, gobernantes y gobernados, al decir explícitamente que
“Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.”
La Constitución provee mecanismos en el artículo 8, para que en el caso de que alguien atente contra la soberanía nacional, la integridad territorial o el ordenamiento constitucional, sean las Fuerzas Armadas las encargadas de velar por tales realidades. Unas Fuerzas Armadas que han jurado o prometido lealtad a una bandera, que es el símbolo de la nación. Así que, ante la situación actual, en principio tendríamos aquí la colisión de al menos dos poderes públicos: por un lado el Gobierno actual, que abre la puerta a una posible secesión de un territorio nacional, y por otro a las Fuerzas Armadas, encargadas de garantizar que algo así no se produzca. Con lo cual estaríamos ante una situación inédita en la historia de España: un Gobierno democráticamente elegido que conculca una Constitución democrática y unas Fuerzas Armadas, tradicionalmente conculcadoras en España de Constituciones democráticas, que son el garante último de esta Constitución. Es decir, el mundo al revés.
Si las palabras del Presidente son lo que parecen ser, nos hallaríamos ante una conculcación ya no sólo de la Constitución sino de sus propias declaraciones que ha repetido hasta la saciedad, en el sentido de que no habría precio político a pagar por el cese de la actividad criminal de ETA. Claro que una cosa es que un gobernante conculque sus propias palabras y otra muy distinta que conculque la norma suprema por la que se rige la nación. Lo primero tiene consecuencias en las urnas, lo segundo en los tribunales.
Bien mirado, el peligro de conculcación de la Constitución no es nuevo porque ya se han dado pasos en ese sentido previamente. Me refiero al hecho de que el matrimonio que contempla la Constitución en su artículo 32.1 ha sido hollado por nuestro Gobierno, por un número de jueces y por más de la mitad de los parlamentarios (los tres poderes del Estado: ejecutivo, judicial y legislativo), que han sancionado como matrimonio algo que no lo es: el contraído por personas del mismo sexo. Así que los derroteros en los que se mueve de un tiempo a esta parte nuestra democracia son unos en los que conculcar la Constitución es la norma. Y si los que han de guardarla y hacerla guardar la conculcan ¿qué no harán los que sólo tienen que guardarla?
Resulta chocante que muchos de los que ahora se echan las manos a la cabeza por la posible concesión a ETA de lo que no consiguió con el terror, dieran su aprobación cuando este Gobierno cambió el significado del matrimonio el año pasado. Pero los ahora escandalizados deberían pensar en su propia contradicción, al ser muy exigentes con la conculcación de algo que pertenece al Derecho positivo (en el que se enmarca la unidad de España) y ser tolerantes con la conculcación de algo incontrovertible como es el Derecho natural (en el que se encuadra la esencia del matrimonio). ¿Cómo es que se molestan por lo primero y aplauden lo segundo? En cuanto al Presidente no es sorprendente su actuación, pues si alguien es capaz de conculcar el espíritu del matrimonio es perfectamente capaz de conculcar cualquier cosa.
En cualquier caso, si somos demasiado duros con los conculcadores tendremos que ser igual de duros con nosotros mismos, ya que como dice el texto superior cada uno hemos conculcado no cualquier Constitución sino la misma Ley de Dios. Solamente ha habido uno, Jesucristo, que la ha guardado y que vela para que sea guardada, por eso es el único al que apropiadamente le corresponde el poder.
(1) STC 9/1981, de 31 de marzo
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