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Yo, nosotros y ellos

Con motivo del décimo aniversario de la muerte de François Mitterrand se evocaba una frase suya que pronunció pocos meses antes de morir: ‘Yo soy el último de los grandes presidentes.’ Este tipo de pequeñas anécdotas y frases pronunciadas delante de unos pocos nos ayudan a entender el perfil humano de personas de las que sólo conocemos su aspecto público u oficial y nos revelan facetas que de otra manera quedarían ocultas para siempre. Recientemente se ha publicado una biografía de Mao en la que
CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 18 DE MAYO DE 2006 22:00 h

Otro que no sale muy bien parado, a causa del trato humillante que a partir de determinado momento ejerciera sobre su primera esposa, es el admirado Albert Einstein, genio entre genios en lo que a física y matemáticas se refiere, pero no alguien a imitar en el papel de marido, pues de su puño y letra son estas “reglas de conducta” que le impuso a Mileva Maric: “A. Te encargarás de que: 1. mi ropa esté en orden, 2. que se me sirvan tres comidas regulares al día en mi habitación, 3. que mi dormitorio y mi estudio estén siempre en orden y que mi escritorio no sea tocado por nadie, excepto yo. B. Renunciarás a tus relaciones personales conmigo, excepto cuando éstas se requieran por apariencias sociales. En especial no solicitarás que: 1. me siente junto a ti en casa, 2. que salga o viaje contigo. C. Prometerás explícitamente observar los siguientes puntos cuanto estés en contacto conmigo: 1. no deberás esperar ninguna muestra de afecto mía ni me reprocharás por ello, 2. deberás responder de inmediato cuando te hable, 3. deberás abandonar de inmediato el dormitorio o el estudio y sin protestar cuanto te lo diga. D. Prometerás no denigrarme a los ojos de los niños, ya sea de palabra o de hecho.”

Y es que como alguien dijera: ‘No hay gran hombre para su ayudante de cámara’, pues en definitiva una cosa es la imagen que públicamente proyectamos y otra lo que somos en privado, no faltando en este último aspecto infinidad de pequeñas y grandes miserias inconfesables. Por eso, siempre es prudente no apresurarse a mitificar a nadie sin esperar a que el tiempo, juez equitativo, ponga en su sitio las cosas.

Pero volviendo a la frase de Mitterrand, inmediatamente él añade ‘…el último en la línea de De Gaulle. Después de mí ya no habrá otros en Francia. Debido a Europa, debido a la globalización, debido a la necesaria evolución de las instituciones.’ Así pues, el presidente no le negaba a otros la capacidad de grandeza que él sí afirmaba tener, pero dadas las nuevas circunstancias alcanzarla les sería imposible. Ahora bien, esa palabra, grandeur, tiene en francés resonancias especiales porque evoca no una grandeza cualquiera, sino la magnificencia en sí. El vocablo pasó tal cual de la lengua francesa a la inglesa, probablemente porque los calificativos ingleses grand o great no eran capaces de expresar todo el contenido semántico que el grandeur francés tenía y tiene. Y así los franceses hablan con orgullo de la grandeur de la France. De manera que de la frase de Mitterrand se desprende un intenso efluvio de vanidad al auto titularse él mismo como grande. Por otro lado, ¿quién era él para negar la posibilidad de que alguno de sus sucesores, aun con todas las dificultades, pudiera alcanzar tal título? Así que la presunción de Mitterrand es doble, tanto por activa (hacia sí mismo) como por pasiva (hacia los demás).

Pero no hay que culpar demasiado al fallecido presidente francés de megalomanía hacia él y de desdén hacia los demás; nosotros, con cierta frecuencia, también actuamos así. Prueba de ello es el pasaje de más abajo donde hay tres pronombres personales que destacan: yo, nosotros, ellos. O lo que es lo mismo: el protagonismo, el exclusivismo y el revanchismo.
  1. Yo o el protagonismo. ‘Entonces entraron en discusión sobre quién de ellos sería el mayor’. El protagonismo y sus secuelas, surgen como consecuencia de una disputa acerca de quién sería el mayor, o el más grande. Aquí es donde vemos que dentro de cada uno de nosotros hay un Mitterrand. Un intenso deseo de que nuestro yo, nuestro nombre, figure y descuelle por encima del resto. Al mismo tiempo eso conlleva que el resto de nombres quede reducido a algo secundario o periférico. Probablemente cada uno de los participantes en la disputa tenía sus buenas razones para esgrimir argumentos sobre su grandeza personal: antigüedad en el discipulado (como Andrés), intimidad con Jesús (como Pedro, Jacobo y Juan), cambio radical (como Mateo o Simón el zelote), etc. Esta actitud, basada en la valía personal, conduce siempre al egocentrismo y al enfrentamiento.
    Pero Jesús les corrige de manera sorprendente, colocando a alguien insignificante en el centro de la escena y señalándolo como el más grande. ¿Por qué? Porque la auténtica grandeza no depende de la valía personal sino de la representatividad. Ese niño es grande no por el peso específico propio que tiene, sino en función de Aquel a quien representa. Y como Aquel a quien representa es grande, ese niño también lo es. Definitivamente la grandeza no es lo que nosotros estimamos como tal.

  2. Nosotros o el exclusivismo. ‘…hemos visto a uno que echaba fuera demonios en tu nombre; y se lo prohibimos, porque no sigue con nosotros’. Este personaje anónimo que iba echando demonios en el nombre de Jesús cumplía un requisito fundamental (su lealtad a Cristo, su fe en su nombre), pero no cumplía otro accesorio (la pertenencia al grupo). Juan, olvidando lo fundamental, se centra en lo accesorio, negándole a esta persona el derecho a seguir ejerciendo lo que hace para la extensión del Reino de Dios. Esto es exclusivismo o sectarismo. Y es falso porque se fundamenta en lo secundario (nosotros).
    Pero Jesús lo corrige con un inclusivismo, en el que lo que importa es lo esencial. Por supuesto que así como existe un exclusivismo falso existe uno verdadero (cuando lo fundamental está en peligro) y así como hay un inclusivismo verdadero hay otro falso (el de todo vale).

  3. Ellos o el revanchismo. ‘¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?’ El problema aquí reside en la ofensa personal que ellos nos han infligido. Y ellos (los samaritanos, en este caso) no son cualquier ellos. Hay todo un trasfondo de animosidad por largo tiempo manifestado en una triple hostilidad: religiosa, nacional e histórica. Con tal telón de fondo cualquier chispa enciende la mecha y cualquier gota colma el vaso. En ese sentir es fácil trastocar y magnificar las cosas, hasta el punto de apelar a una reacción drástica y ejemplarizante. Pero el fondo de la cuestión es que nuestro amor propio ha sido herido y clama revancha.
    Pero Jesús corrige a estos hijos del trueno apelando a su propio ejemplo y misión: ‘el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas.’ En esa misión salvadora también están incluidos ellos, los autores de la ofensa.

Resumiendo, el amor propio (yo), el amor al grupo propio (nosotros) y el desamor a otros (ellos) es una gramática que tenemos que reaprender, no a la manera humana sino a la forma de Jesús. Esos tres pronombres personales hemos de conjugarlos de acuerdo al sentir de Cristo.

‘Entonces entraron en discusión sobre quién de ellos sería el mayor. Y Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazones, tomó a un niño y lo puso junto a sí, y les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande. Entonces respondiendo Juan, dijo: Maestro, hemos visto a uno que echaba fuera demonios en tu nombre; y se lo prohibimos, porque no sigue con nosotros. Jesús le dijo: No se lo prohibáis; porque el que no es contra nosotros, por nosotros es. Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él, los cuales fueron y entraron en una aldea de los samaritanos para hacerle preparativos. Mas no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén. Viendo esto sus discípulos Jacobo y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma? Entonces volviéndose él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea.’
(Lucas 9:46-56)

 

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