No obstante,
el asunto del holocausto es mucho más asequible de tratar que el conflicto palestino-israelí por dos razones: en primer lugar porque es un hecho del pasado sobre el cual ya se ha emitido en innumerables ocasiones un veredicto contundente y en segundo lugar porque las dos partes protagonistas del mismo, nazis y judíos, están separadas por una nítida raya moral que no deja lugar a dudas sobre el posicionamiento que hemos de tomar. Una raya moral que viene determinada, entre otras cosas, por la condición de verdugos y de víctimas que nazis y judíos eran respectivamente.
Pero con el conflicto palestino-israelí ya no estamos en el pasado sino en el presente y, por lo tanto, levantar la voz para posicionarse públicamente puede acarrear críticas de un lado o de otro ¡o de ambos! Además, en el escenario actual ya no hay un depredador y un desamparado, sino que los dos contendientes tienen fuerza para atacar y defenderse; por eso Spielberg ha sido valiente al rodar
Munich, cualidad no necesaria para rodar
La Lista de Schindler. Cinematográficamente hablando la segunda le da cien vueltas a la primera, pero en cuanto a compromiso es la primera la que se lleva la palma. Es cómodo y hasta popular el compromiso de Spielberg al hacer
La Lista de Schindler, pero es muy arriesgado al hacer
Munich.
En resumen, Munich narra la historia de los asesinatos de once atletas israelíes a manos de la organización terrorista palestina Septiembre Negro en las Olimpiadas de Munich de 1972. Aquellos sucesos sacudieron al mundo y marcaron un antes y un después, porque a raíz de los mismos se dio la orden, por la misma Golda Meir, de iniciar una caza a muerte de los responsables de los asesinatos. Es decir, aquí se pone en marcha una estrategia que hasta entonces había permanecido inédita: la de acabar directamente con los responsables de crímenes terroristas sin llevarlos ante un tribunal para ser juzgados. Si la línea de actuación hacia los antiguos jerarcas nazis, que habían logrado escapar tras la derrota de Alemania en 1945, fue la de buscarlos allí donde estuvieran y llevarlos ante la justicia, como fue el caso de Adolf Eichmann, la decisión de Golda Meir rompe con esa directriz al combatir al terrorismo directamente, sin más contemplaciones. Aquí es donde estaría el origen de los asesinatos selectivos que en estos últimos años Israel ha llevado a cabo.
A primera vista parece que ése es el camino más corto para derrotar al terrorismo, pero la película muestra que, lejos de doblegarlo, lo que hace es crear una espiral de acciones y reacciones sin fin y que por cada terrorista muerto hay diez candidatos dispuestos a sustituirlo.
El viejo adagio de que la violencia sólo engendra violencia sería una de las lecciones de Munich. Otra sería el dilema que atenaza a algunos de los agentes israelíes encargados de asesinar a los terroristas de Septiembre Negro, hasta el punto de preguntarse si es lícito lo que están haciendo. Y es que si el camino de la violencia terrorista es condenable, el de la violencia para derrotar a esa violencia tampoco está exento de injusticias. No es que Spielberg considere iguales a los terroristas palestinos y a los agentes israelíes; los primeros mataron a once inocentes, los segundos matan a los que mataron a los inocentes, pero al hacerlo se acercan peligrosamente a la condición de aquéllos.
Además, Spielberg se atreve a dar cabida en la cinta a los argumentos que motivan a los palestinos en su lucha contra Israel. Seguramente ha sido esto lo que más críticas le ha costado. El final de la película nos muestra la bifurcación de caminos representados por la conciencia del agente israelí responsable de los asesinatos de los terroristas, por un lado, y las razones de un Estado, en este caso el de Israel, para asegurar su supervivencia, por otro. Todo un dilema, fruto de otro mucho mayor como es el enfrentamiento palestino-israelí.
Un dilema cuya raíz, en última instancia, es teológica, aunque las repercusiones del mismo sean morales, militares, políticas y sociales. Sí,
por más que le duela a un Occidente secularizado y laico para el cual la religión apenas significa nada, el futuro de palestinos y judíos, al que está unido el nuestro, pende de una cuestión teológica. ¡Qué humillación! Nosotros, los occidentales, que habíamos desterrado a Dios de prácticamente todas las esferas de la vida y hasta le habíamos dado por muerto, nos vemos confrontados con que aquella vieja reina de las ciencias, la teología, que creíamos haber sepultado bajo nuestros progresos en física y en psicología, en astronomía y en bioquímica, es quien va a determinar no sólo nuestro futuro en el más allá sino también en el más acá.
Dos pueblos enfrentados a muerte por una tierra. Una tierra que es algo más que el legado de sus antepasados y a la que ninguno de los dos puede renunciar sin traicionarse a sí mismos, porque representa su identidad. Para los palestinos, que son musulmanes en su mayor parte, la mera existencia del Estado de Israel es intolerable porque es un desafío de primera magnitud a la empresa que el Corán ha encomendado a todo musulmán: someter al mundo entero. Pero es más que eso, supone que una tierra sagrada que durante siglos fue parte del Islam ha cambiado de manos y ahora está de nuevo bajo soberanía judía. Así que la existencia de Alá o por lo menos su poder están en entredicho, algo que ningún musulmán puede consentir. Por su parte, los judíos jamás renunciarán a Sion porque si lo hicieran dejarían de ser judíos.
El conflicto es teológico, por eso las soluciones que desde Occidente se promueven: políticas, militares, sociales, diplomáticas o jurídicas no son sino parches externos momentáneos que nunca llegarán a dar con la solución. Y es que la solución ha de ser de la misma naturaleza que el problema, esto es, teológica, o sea, de Dios. Por lo cual yo creo y aguardo la venida del que pronunció las siguientes palabras: .
‘…y Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan. Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria. Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca.’
(Lucas 21:24-28)
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