Desde donde yo te miro

Alborozo, fiesta. Una numerosa multitud tiende sus mantos en el camino a esperas de que tú, mi buen Jesús, pases ante ellos y recibas sus vítores, su gritos de: ¡Hosanna al hijo de David ¡ ¡ Bendito el que viene en el nombre del Señor!

Yo te miro desde la linde del sendero, conmovida ante una entrada tan humilde. Pienso en todo lo que va a ocurrir, me parece tan contradictorio. Sólo pasarán unos días y éstos que hoy entonan alabanzas tornarán sus melodías para trazar en el aire frases de auténtica repulsa.

Oigo lo que ellos silencian, los miro con la tristeza de quien se sabe pecadora y siente que tu bondad y amor han diseñado una vida diferente.

No quiero quedarme en esta linde del camino para torpemente juzgar, quiero andar un sendero de pasión que me lleve hasta la cruz y allí, a tus pies derramar mi corazón henchido de gratitud.

Abrir los ojos y verme reflejada en tu dolor. Esculpir con mis palabras un canto de adoración a quien sin emitir queja forjó un lazo de inquebrantable amor para con quienes decidimos allegarnos a él.

Abro mis brazos para colmar los tuyos de un roce tierno de mujer agradecida, una caricia delicada de quien se siente no merecedora de tanto derroche de vida.

Pero no sólo quiero quedarme ahí, en ese Calvario de sufrimiento, ansío correr hacia el sepulcro y ser espectadora junto a esas dos mujeres del milagro de tu resurrección. Despertar sorprendida de mi fútil idea, de mi torpe manera de pensar y descubrir una vida deslumbrante, nueva, victoriosa.

Cuando soy incapaz de verme en todas estas escenas, me pierdo el privilegio de tener comunión contigo. He de vivir con alegría tu entrada triunfal en mi vida, advertir tus heridas y sentirme conmovida por ellas, pero vano sería todo ello si fuera incapaz de ver la piedra removida, el sepulcro vacío.

Tú eres un Dios que remueve piedras tendiendo una estela de esperanza en las vidas de quienes dejamos de verte entre la multitud y aprendemos a tenerte sentado a nuestra mesa.