Un amor verdadero

Un amor sin límites. Un amor desbordante, apasionado, verdadero.

Jesús mostró a sus contemporáneos que Él era Amor en estado puro. Antes de abandonar físicamente la tierra nos legó un mandamiento: Amaos unos a otros… Tarea nada fácil, más bien una laboriosa acción que hemos de poner en práctica día a día, a veces sintiendo la ineficacia de dicha tarea.

El amor humano está condicionado. Somos, por naturaleza, intransigentes a la hora de entregarlo. Damos y recibimos. Dadores y receptores, inconcebible una entrega sin respuesta.

Tristemente, es cada vez más común verse rodeado de angostas murallas que impiden entregar y recibir afecto. Murallas sociales que nos coartan a la hora de ofrecer nuestra cara más humana, ese carácter bondadoso proclive a la extinción.

Las murallas se extienden en terrenos insospechados y cada vez es más frecuente encontrarlas dentro de las iglesias.

Murallas insoslayables de prepotencia, de mirar por uno mismo sin ser conscientes de que somos pueblo adquirido, real sacerdocio, nación santa.

Un ámbito eclesial que vertiginosamente se convierte en patio de recreo donde actuamos como niños. Juzgamos con ligereza, desenvainando la espada sin miedo a ser presurosos e imprudentes.

Ignoramos el dolor que otros puedan estar padeciendo, pues resulta mucho más fácil recrearnos en nuestra propia santidad y prejuzgar el comportamiento pecaminoso del prójimo.

Dejamos a un lado ese precioso mandamiento nuevo, lo abolimos de la vida diaria y crecemos a lo ancho.

Creemos amarnos a nosotros mismos, pero es un hecho imposible si somos incapaces de estimar al amigo, al hermano, al vecino.

Amar se aprende amando. Desacreditar, ofender, humillar son acciones opuestas al amor, el amor sólo concibe afecto, ternura, desdoble, entrega. Cuando nos acercamos al autor de la vida, comprendemos de qué manera hemos de amar.

Cuando cerramos las puertas al egoísmo, a la altanería, al individualismo, abrimos una vía por la cual transita libremente el Amor.