En mis memorias – No vine para quedarme: Memorias de un disidente – lo he contado, pero considero imprescindible volver a hacerlo para poder expresar lo que deseo. Me disculparán los lectores lo extenso del relato. Mediaban los años sesenta y mi padre cayó inesperadamente enfermo. No sólo se trató de eso. Es que los médicos no tenían la menor idea de cuál podía ser su mal y, por lo tanto, difícilmente podían aplicarle un remedio. Durante esa época acentuadamente dolorosa, viví una experiencia relacionada con la ignota enfermedad de mi padre que deja de manifiesto la idea – ciertamente muy errónea – que el común de los mortales tiene sobre Dios.
Regresábamos un día mi madre y yo del hospital Francisco Franco – ahora Gregorio Marañón – de visitar a mi padre cuando, a pocos metros de llegar a casa, nos hizo señas un anciano para que lo esperáramos. Nos detuvimos y entonces, con todo tipo de aspavientos, el hombre comenzó a pedirnos limosna para no recuerdo qué necesidad concreta por la que atravesaba. Abrumados como estábamos con la idea de que mi padre pudiera morirse, recuerdo que tanto mi madre como yo le dimos algo de lo que llevábamos a mano y entonces, el vejete, bastante animado, puso cara de pesadumbre y nos contó otra desgracia que, supuestamente, padecía. Mi madre volvió a echar mano al bolso y entregó un nuevo óbolo al pedigüeño que, convencido – estoy seguro – de haber dado con un filón, volvió a entonar jeremiadas con el efecto de que mi madre sacó un billete de cien pesetas – que no era una fruslería a la sazón – y también se lo dio. Que en aquel momento pensó nuestro inesperado acompañante que tenía campo abierto es algo de lo que no abrigo la menor duda. Mientras se guardaba en el bolsillo el producto de sus peticiones, se rascó la cabeza y comentó el cuarto motivo por el que, en esos precisos momentos, necesitaba dinero. Mi madre – a la que no le quedaba ya un chavo – le dijo no sin pesar que se tendría que conformar con lo que se llevaba porque tenía ya el bolso vacío. Torció el morro aquel personaje que ya debía haberse visto dueño de nuestro caudal y, sin pronunciar una sola palabra de agradecimiento, se dio la vuelta alejándose con paso renqueante. Aquella muestra de caridad - un tanto pánfila - por nuestra parte no había sido sino la manifestación obvia de que estábamos más que dispuestos a comprar a la Divinidad la salud de mi padre. De hecho, cuando yo – que andaba a la que saltaba – le dije a mi madre que estaba dispuesto a realizar el precursorado como Testigo de Jehová, que era lo que yo era entonces, le faltó tiempo para decir que ella – que no era Testigo de Jehová como lo era yo a la sazón – también lo haría si papá se curaba.
No puedo reprochar a mi madre aquella visión supersticiosa de la que era víctima por la sencilla razón de que era fruto directo de la influencia de la iglesia católica en la mentalidad española a lo largo de los siglos. Dios no era visto como el Padre que escucha a Sus hijos porque es Amor sino como un ser que, a semejanza de las divinidades del paganismo, inclina los oídos a nuestras súplicas si le ofrecemos algún tipo de sacrificio. Si nos escuchaba, no lo hacía por misericordia o compasión sino porque lo habíamos sobornado con limosnas, con sufrimiento o con una combinación de ambos. Llevar cilicio o colocarse piedras en el zapato para padecer, acudir a procesiones o rezar el rosario, realizar peregrinaciones o privarse de comer helado son conductas – he visto todas y cada una de ellas en no pocas ocasiones – cuya finalidad es, a fin de cuentas, comprar a la Divinidad para que el hijo apruebe las oposiciones, la hija encuentre un buen novio, el nieto salga con bien del sarampión o el marido no se vaya con la panadera. Mi propio padre, justo después de mi accidentado nacimiento, había estado yendo a visitar una imagen de san Nicolás de Bari durante tiempo y tiempo como cumplimiento de una promesa. Por supuesto, nunca se le pasó por la cabeza que el único Dios verdadero al que nadie debe representar podía no sentirse dispuesto a escuchar a alguien que se inclina ante una imagen de escayola. Por el contrario, intentaba pagar, en cierta medida al menos, lo recibido mediante aquel sacrificio.
En aquellos momentos, yo había salido, como los testigos de Jehová, de la iglesia católica, pero la iglesia católica, como sucede con millones de españoles, portugueses, italianos o hispanoamericanos que la han abandonado, no había salido de mi. Puesto a contemplar a Dios y a comportarme en relación con Él no me movía de acuerdo con categorías como las contenidas en la Biblia sino según el concepto pagano del toma y daca, del “do ut des”, en virtud del cual la Divinidad se nos convierte en propicia porque nos prestamos a humillarnos con sacrificios, no pocas veces absurdos y hasta ridículos, ante Su presencia. Y es que ni que decir tiene que en el paganismo – al igual que actualmente dentro y fuera de la iglesia católica - siempre existe un cúmulo de personas más que dispuestas a indicarnos los padecimientos y donativos más eficaces para conseguirnos la bienquerencia del Todopoderoso. La entrega de dinero para un colegio, una clínica, un campamento infantil o lo que buenamente desee el agente del petitorio toman el lugar del becerro, de la oveja o de la paloma sacrificada en los altares de Zeus o Diana. En ocasiones incluso basta rastrear en las raíces del culto en cuestión ahora dirigido hacia un santo o una virgen para encontrar que bajo su ropaje mal ajustado se encuentra una ceremonia dirigida previamente y durante siglos a un dios o a una diosa anteriores al nacimiento de Jesús. En multitud de casos, la mentalidad pagana no desapareció, por desgracia, con el avance del cristianismo. Simplemente, se adaptó a los nuevos tiempos.
Precisamente por el carácter groseramente pagano de esta visión resulta un insulto, una injuria, una vileza intentar encajarla en el mensaje glorioso del Reino de Dios.
La gente que promete bendiciones espirituales si se dona dinero; que anuncia que existe una ley de siembra que implica que si se dan diez euros Dios dará cien veces más – lo que favorecería enormemente a los acaudalados, claro está – o que arroja pesadas cargas económicas sobre los fieles está incurriendo en una gravísima blasfemia que los deshonra no sólo a ellos sino al Dios al que dicen predicar y que es muy diferente de cómo lo proclaman.
La visión de Jesús al respecto es obvia. Jesús alabó a la viuda que echó unas moneditas (Marcos 12: 42-3) por el esfuerzo que significaba y no por la cuantía de lo dado. Por supuesto, ni se le pasó por la cabeza enseñar que, puesto que había dado algo, Dios le devolvería lo dado al templo.
Ese mismo rechazo de la codicia disfrazada de piedad que busca sacar todo el dinero posible subyace en el texto donde Santiago, el hermano de Jesús, condena el que se reciba bien a los ricos a la vez que se desprecia a los pobres (Santiago 2: 1-4).
En ningún caso, enseña la Biblia que, en el Reino de Dios, el Rey dará dinero – todavía menos la salvación eterna - a los que, previamente, hayan entregado dinero a las autoridades religiosas. Dios nos provee de todo porque nos ama y sabe, como buen Padre, lo que nos conviene (Mateo 6: 32-33) no para engrosar la cuenta corriente de los que dicen representarlo. La misma práctica de la limosna debe ir unida a un secretismo extremo (Mateo 6: 1-4). De hecho, Jesús anunció taxativamente que aquellos que devoraban las casas de las viudas apelando a la religión lejos de sumar bendiciones, estaban malditos (Mateo 23: 14). No sólo eso. Aunque hicieran milagros o expulsaran demonios en el nombre de Jesús, la realidad es que nunca los había conocido y serían arrojados a la condenación (Mateo 7: 21-23).
El que da no debe dar esperando una multiplicación de sus haberes u otra ventaja material como si fuera un pagano. Dios bendice al que da sin esperar nada a cambio. Al dador alegre (2 Corintios 9: 7) es al que Dios ama, no al que da acuciado por la necesidad económica y deseando que el Señor le devuelva lo entregado a fin de, por ejemplo, pagar la hipoteca o al que da con tristeza.
Por supuesto,
los que han levantado catedrales con el dinero del pueblo – vendiéndoles, por ejemplo, indulgencias para erigir San Pedro en Roma – los que han acumulado riquezas prometiendo falsas bendiciones, incluso los que practican la supuesta caridad a costa de lo que reciben de los presupuestos de la administración sólo están incurriendo en un gravísimo pecado. Convencionalmente, se ha denominado a ese comportamiento simonía en recuerdo de Simón el mago, el que quiso comprar el poder de hacer milagros para negociar con él (Hechos 8: 18-24). A fin de cuentas, Simón no era sino un pagano que creía en que se da a Dios para que Dios nos de. Es bochornoso que esa mentalidad del do ut des – te doy para que me des – esté extendida. La realidad es que nada, absolutamente, nada tiene que ver con el Reino de Dios.
CONTINUARÁ
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