En mi última entrega, señalé cómo la visión del trabajo que aparece en la Biblia encaja no precisamente bien con aquella a la que estamos acostumbrados en determinados contextos como los de las naciones sociológicamente católicas. El trabajo es algo vinculado a la condición humana y no una maldición. Más paradójico puede resultar el ver la manera en que ese trabajo aparece descrito en las Escrituras. Con seguridad, algunos se sentirán más que irritados, pero la verdad es que si Juan el Bautista consideró que la conformidad con el salario es una marca de aceptación del Reino (Lucas 3: 14), el mismo Jesús señaló que el mismo Dios sigue trabajando (Juan 5: 17) y además marcó una serie de criterios políticamente correctos. Por ejemplo,
el trabajo no es un lugar en el que se aparca a la gente para entregarle un salario sino que, por definición, debería ser productivo.
En la parábola de las minas (Lucas 19:10 ss), Jesús censura acremente al que no ha producido e incluso traduce ese principio a la vida espiritual. Lo mismo podemos ver en la parábola, parecida, pero distinta, de los talentos (Mateo 25:14 ss). Sin duda, hay muchos que consideran ideal una sociedad donde hay “trabajos en los que no se trabaja” o donde, como ironizaban los ciudadanos de la felizmente desaparecida República Democrática Alemana, “ellos hacen como que nos pagan y nosotros hacemos como que trabajamos”. Sin embargo, en la cosmovisión del Reino lo que se contempla es que del trabajador – precisamente porque es digno de su salario (Mateo 10:10) – se espera que se lo gane produciendo.
Pero el trabajo no sólo debe ser productivo sino también bien hecho. A decir verdad, el trabajo tal y como el Señor desea no tiene nada que ver con las condiciones en que se realiza. Nuestro sentido del deber, nuestro pundonor, nuestra seriedad laboral no deben estar relacionadas ni determinadas con la simpatía del jefe, el montante del salario o lo divertido de la tarea. Por supuesto, todos deseamos que nuestros superiores sean amables y considerados, que la retribución sea excelente y que la labor cotidiana no resulte rutinaria, pero, desde el punto de vista del Señor, esos aspectos son secundarios frente a otros. Pablo, escribiendo a los colosenses (3: 22 y ss), enseña a los esclavos que su obediencia a los amos no debe derivar del deseo de aparentar para quedar bien sino de la convicción de que trabajan, en realidad, para el Señor y será El quien los recompense. Por supuesto, exhorta a los amos a hacer “lo justo y recto” (Colosenses 4: 1), pero ninguna de las enseñanzas está condicionada por la otra. Los amos han de ser justos y rectos siempre de la misma manera que los siervos deben prestar sus servicios no para cubrir el expediente sino como si se los rindieran al Señor. Sin duda, así la productividad quedará garantizada, pero no menos sucederá con la calidad del trabajo.
El pasaje paulino de Efesios 6: 5-9 presenta un comprensible paralelo. El apóstol insiste en que los esclavos trabajen como lo harían para Cristo y no para presentar una apariencia de laboriosidad y en que los amos sigan también esa línea de conducta. Compárese la enseñanza del apóstol con lo que estamos escuchando a todas horas desde las más diversas instancias y habrá que convenir en que la visión económica del Reino no es, precisamente, políticamente correcta. Añádase que Pablo insistía machaconamente en que no debería comer el que no trabajara (2 Tesalonicenses 3: 10-12) y se comprenderá por qué no es el patrono de determinadas instituciones que pretenden representar a los trabajadores.
Por si todo lo anterior fuera poco – y en claro contraste con la cultura romana - el trabajo entre la gente del Reino podía ser físico sin perder un ápice de honorabilidad. Pablo no sólo trabajaba (Hechos 18:3) sino que además podía jactarse de que el trabajo lo realizaba con las manos (I Corintios 4: 12). De hecho, su superioridad sobre otros apóstoles no venía de su mayor elocuencia o capacidad discursiva o fecundidad literaria sino de que trabajaba secularmente y así no era carga para nadie (I Corintios 9:6 ss). Eso esperaba también de los miembros de las iglesias fundadas por él, que trabajaran con sus manos para que así vivieran honradamente en relación con todos y se mantuvieran a si mismos (I Tesalonicenses 4: 11-12).
Por si todo lo anterior fuera ya poco molesto desde una perspectiva del mundo,
las Escrituras muestran que el trabajo tiene una finalidad que no es precisamente la de ser aprovechado únicamente por el que lo realiza. Todo lo contrario.En Efesios 4: 28, podemos encontrar una enseñanza del apóstol Pablo difícilmente más clara:“El que hurtaba, que ya no hurte, sino que trabaje haciendo con las manos lo que es bueno a fin de que tenga algo para compartir con el que pasa necesidad”.
El trabajo, en este pasaje, tiene un resultado doble. Primero, favorece al que lo realiza permitiendo que lleve una vida nueva, honrada y distante por completo de la que tenía antes de su conversión; segundo, impulsa el que salga de si mismo, de su egocentrismo, de una mirada de la realidad dirigida sobre sus únicos problemas, para proyectarlo hacia fuera y, de manera muy especial, hacia la ayuda a otros.
Como suele ser habitual, la visión del Reino es radicalmente distinta de la de aquellos que no han reconocido a Dios como Rey. En contra de la deplorable teología que pretende que el cristianismo es tal sólo si acepta los postulados de una visión propia de las mutaciones experimentadas por la izquierda, lucha de clases incluida, la Biblia muestra que entrar en el Reino exige lo que Jesús denominó una “justicia muy superior”. Donde una visión sataniza a todo un sector de la sociedad o considera que hay trabajos de primera o de segunda o concibe todo en términos de trabajar poco y ganar lo más posible, Jesús y sus discípulos predicaron una visión del trabajo que condenaba de manera tajante a los que pretendían vivir de los demás sin trabajar; que afirmaba la dignidad de cualquier labor por muy baja y servil que otros puedan considerarla; que consideraba esencial la productividad y la calidad en el trabajo; que ponía la raíz de esa conducta en el deseo no de cubrir las apariencias sino de complacer al Señor y que iba más allá del trabajo como instrumento de mantenimiento personal para convertirlo en vía para compartir con otros.
Semejante visión del Reino tendría consecuencias revolucionarias en cualquier sociedad que la asumiera. Sus ciudadanos no intentarían vivir de los demás ni tampoco mantendrían a castas parasitarias que les abrieran el camino para ello. Tampoco rechazarían empleos prefiriendo vivir del esfuerzo ajeno. Ejecutarían sus deberes laborales con dignidad buscando maximizar sus horas de trabajo tanto como si Dios los estuviera observando en ese mismo momento. Sentirían el orgullo de mantenerse con el propio trabajo y de hacerlo de la mejor manera posible. No acapararían con egoísmo sus frutos sino que los compartirían con los verdaderamente necesitados de manera voluntaria y no porque los privaran de ellos para mantener a castas parasitarias entre las que se encuentran precisamente los que dicen preocuparse por ellos.
Compárese ese panorama con el que se ofrece a nuestro alrededor y se verá lo profundamente relacionadas con nuestra vida cotidiana que están las enseñanzas del Reino. Aceptar a Dios como rey y vivir de acuerdo con la normativa de Su Reino es una verdadera bendición y su enfoque del trabajo constituye una prueba irrefutable de la veracidad de esa afirmación.
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