Conocí a José Grau a finales de los años setenta no mucho después de mi conversión.En aquel entonces dirigía una pequeña editorial que se llamaba, si la memoria no me falla, EEE, es decir, Ediciones Evangélicas Europeas. Era un tiempo de transición y cambio y Grau se esforzaba por poner al alcance del pueblo evangélico en España no sólo respuestas a cuestiones que rara vez se habían planteado con anterioridad sino también instrumentos para la reflexión desde una perspectiva bíblica como era el caso de las obras, entre otros, de Francis Schaeffer.
Pero cuando yo lo conocí, Grau ya llevaba un pasado a las espaldas. Sabía lo que era tener el teléfono intervenido por la policía de Franco – recuerdo que el tema salió en una conversación en la que yo le comenté una experiencia similar – o publicar en el extranjero y con pseudónimo su magna
Concilios, una obra en la que demolía el desarrollo de la iglesia católica desde la perspectiva histórica y que vería su versión definitiva con el título de Catolicismo romano.
Recuerdo haber tenido con él por aquellas fechas largas conversaciones mientras su mujer, de fuerte acento catalán, vivaracha y de comentarios como trallazos, rondaba cerca y sus hijas – Silvia y Olga – estaban a no mucha distancia. Olga tenía mucho del comentario provocador de su madre y Silvia se peleaba a la sazón con un derecho civil que no la entusiasmaba. Por ironías de la vida, terminaría viviendo del derecho, pero así es nuestra existencia.
No nos desviemos.
José era un hombre, tranquilo, sereno, preciso, muy equilibrado en sus juicios que siempre procuraba sustentar en las Escrituras. No tengo la menor intención de ocultar que discrepábamos en algunas cuestiones, pero yo siempre concedía que quizá el equivocado era yo y él podía tener la razón. A decir verdad, con el paso de los años, mi visión de las doctrinas de la gracia ha dejado de ser la que sustentaba por aquel entonces para convertirse en una semejante a la que él defendía.
Por aquella época, en algunas iglesias locales habían decidido someterlo al ostracismo por la sencilla razón de que no comulgaba con el dispensacionalismo espeso que se enseñaba en ellas. No sé qué habrían pensado a día de hoy en que la escatología ya es prácticamente ciencia-ficción, pero en aquel entonces incluso llegaron a encargarle un libro sobre esta rama de la teología para una colección y, aterrada por la reacción de los dispensacionalistas, la editorial acabó publicando otro volumen de escatología más. La cosa tenía su aquel porque
en secciones del saber teológico como las doctrinas de la gracia o de la iglesia, la opinión era una, pero en escatología – a mi juicio la menos relevante – hubo que calmar a los que no podían tolerar los puntos de vista de Grau.
¡Cómo sería la época que Grau acabó encontrando refugio en la revista Restauración, que todavía se publicaba, y que dirigía Juan Antonio Monroy! Aquel contacto con Grau fue relativamente estrecho durante algunos años – pocos, por desgracia - y siempre me resultó edificante, grato y positivo. Luego nos fuimos distanciando porque circulábamos por distintos barrios de un mundo evangélico que fue cambiando enormemente y de manera que a mi no me sorprendió, pero que a otros pilló a contrapié. Creo que la última vez que hablé con él fue con ocasión de la publicación de mi libro
Los textos que cambiaron la Historia. Había oído de su publicación y me pidió que le enviara un ejemplar. Ocasionalmente, me encontraba con su hija Silvia y con David Andreu, su marido, y les preguntaba siempre por José. La respuesta solía ser que su vista iba empeorando, pero que semejante situación no lo sacaba de la circulación. Seguía siendo muy lúcido en sus apreciaciones y durante la etapa siniestra de ZP fue de los pocos en el mundo evangélico que se dio cuenta de lo que estaba sucediendo.
Hace apenas unas horas, como si se tratara de un vaticinio, di con unas fotos suyas en las que le rendían un homenaje. No pude evitar pensar que, con toda seguridad, mereció muchos más homenajes en vida y, como suele ser habitual en esta tierra nuestra, no se le dieron.
Porque, ciertamente, Grau supo ver muchas necesidades y alzó aquella voz razonada y sensata para advertir de ellas. No puedo evitar la sensación de que, lamentablemente, no fue muy oída, pero ése es un destino compartido por no pocos a lo largo de la Historia del pueblo de Dios. Se ha marchado en un momento especialmente delicado del devenir histórico. Ayer, cuando al otro lado del Atlántico, supe de la noticia y contaba a mi hija quién era no pude evitar rememorar aquel pasaje bíblico donde se indica que, de vez en cuando, Dios se lleva a algunos de Sus siervos para evitar que tengan que contemplar con sus ojos terrenales la catástrofe que se avecina. Me consta que no seré el único que ahora lamentará no haber podido pasar más horas charlando con él, agradecerá al Señor los momentos transcurridos en su compañía y tendrá la certeza de que un día volverá a encontrarlo al lado del Jesús al que tanto amó y sirvió. Descansará en paz esperando el día de la resurrección porque sus obras lo siguen.
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