A lo largo de los siglos, ha existido una tentación, al parecer, irresistible por amoldar las enseñanzas de la Biblia a distintas ideologías. Sin embargo, de un cristiano debería esperarse, si acaso, lo contrario. En esta serie, nos ocuparemos de analizar la economía de acuerdo con los principios del Reino de Dios comenzando con un aspecto que suele pasarse por alto, el del cultivo de un saludable escepticismo frente al poder político.
La antropología de la Biblia es, por definición, pesimista. Parte de la base de que Dios creó todo bueno (Génesis 1), pero también de que la Caída alteró de manera esencial ese estado inicial hasta el punto de degenerar las relaciones del ser humano con Dios, con los otros seres humanos – incluido aquel con el que comparte más íntimamente su vida (Génesis 3: 14-19) y con la Naturaleza.
De esa contaminación –que se extendió al cosmos (Romanos 8: 20-22)- podemos no tener una comprensión cabal, pero tampoco resulta posible negarla. No sólo eso. Por supuesto, afecta también las relaciones de gobierno entre los seres humanos.
El apóstol Juan señala que todo el mundo se encuentra sometido al Diablo (I Juan 5: 19) y no exageraba a juzgar por los relatos de las tentaciones de Jesús conservados por Mateo y Lucas. El Diablo podía ofrecerle a Jesús todos los reinos de la tierra, circunstancia que Jesús no negó sino que se limitó a rechazar (Lucas 4: 5-8; Mateo 4: 8-10) porque la sumisión a Dios era más importante que gobernar el planeta.
Desde luego, Jesús no tenía una visión optimista de los gobiernos humanos.De manera bastante realista –y sin excepciones– señaló que los que los rigen, en términos generales, se sirven de los demás aunque, por supuesto, afirman lo contrario (Mateo 20: 25-28). Una de las características de los ciudadanos del Reino de Dios debería ser pues la de servir a otros y no servirse de ellos (Mateo 20: 26-7). No sorprende que Jesús afirmara que su reino no era de este mundo (Juan 18. 36) – una de las razones por la que sus seguidores no combatirían para liberarlo - porque, desde luego, sus valores no tenían muchos puntos de contacto con los reinos terrenales. De hecho, no deja de ser significativo que el título mesiánico utilizado preferentemente por él, el de Hijo del hombre, apareciera inicialmente en una visión en la que se contrapone el carácter brutal, bestial más bien, de los gobiernos humanos con el carácter genuinamente humano del Reino de Dios (Daniel 7: 1-18).
La actitud de los creyentes hacia esos gobiernos debía ser clara. Tenían que someterse a ellos porque el desorden siempre es un semillero de sufrimiento y dolor (Romanos 13: 1 ss); deberían orar por sus gobernantes por muy despóticos que fueran a fin de poder disfrutar de paz y libertad para predicar el Evangelio (I Timoteo 2: 1-2) y también tendrían que estar dispuestos a desobedecerlos si pretendían imponer normas que colisionaran con la ley de Dios (Hechos 5: 28-9) ya que se debe obedecer a Dios antes que a los hombres.
Por otro lado, y en la medida en que no comprometieran sus principios, a juzgar por ejemplos veterotestamentarios, los miembros del pueblo de Dios pueden servir incluso a gobiernos no precisamente ejemplares como el del despótico faraón que fue privando de sus propiedades a los egipcios (Génesis 47: 15-26) o el de no menos despótico Nabucodonosor (Daniel 2). Imposible, sin embargo, era someterse a normas como las que dictan la muerte de criaturas inocentes (Éxodo 1: 15-22).
Ni que decir tiene que esta última conducta no se halla exenta de riesgo. Por regla general, la sociedad en que el creyente actúa de manera fiel no tarda en colocar sobre él etiquetas denigratorias y, generalmente, falsas. Durante las persecuciones imperiales, los cristianos fueron acusados de ateísmo porque no reconocían a los dioses del imperio. Martin Luther King fue motejado de comunista –lo que no era– y hoy, los cristianos que se enfrentan con la dictadura de lo políticamente correcto o de la ideología de género son llamados fascistas –o cosas peores– simplemente como una forma de denigrarlos. En todos y cada uno de los casos, se trata simplemente de gente fiel que mantiene su espíritu crítico frente a poderes que, por definición, están controlados por el Diablo y a los que, en la medida en que excedan sus funciones y pretendan que se actúe contra la ley de Dios, no se someterán.
Esta visión, prodigiosamente equilibrada, que presenta la Biblia quebró de manera irreversible en el siglo IV. Es cierto que Pablo ya advirtió de que, con la muerte de los apóstoles, la iglesia experimentaría un proceso de corrupción (Hechos 20: 29-30) que ya estaba presente en su época (2 Tesalonicenses 2: 7), pero el siglo IV implicó una transfusión de paganismo de la que el cristianismo no se ha sobrepuesto totalmente a día de hoy. Personaje tan poco sospechoso de protestantismo como el cardenal Newman escribió lo siguiente sobre las prácticas que entraron en el cristianismo en el siglo IV:
En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial.
Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es necesario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha familiarizado a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendiciones de los campos; las vestiduras sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y santificados por su adopción en la Iglesia
[1].
Lo que contaba Newman era cierto, sin embargo, pasaba por alto como
la poderosa transfusión de paganismo que se vio inyectada en el seno del cristianismo incluyó otros conceptos adicionales como una visión política exenta del pesimismo bíblico.
A partir de inicios del siglo IV, los más que favorecidos obispos olvidaron las enseñanzas de las Escrituras sobre el poder político y decidieron que éste podía cristianizarse, “santificarse”, a decir verdad.
El resultado fue que el realismo de la Biblia dejó paso a la legitimación de formas de poder sobre las que las Escrituras expresamente habían manifestado otra visión.
La Edad Media fue, en no escasa medida, una sucesión ininterrumpida de fórmulas políticas presuntamente cristianas aunque, en realidad, el cristianismo no se midiera por la enseñanza de la Escritura sino por la manera en que ese poder favorecía a los estamentos eclesiales. El poder absoluto podía ser, en teoría, absolutamente bueno si, absolutamente también, se sometía al patriarca o al papa.
Los resultados de esa visión fueron escalofriantes –la Inquisición fue sólo uno de ellos– pero debe reconocerse que marcó a sangre y fuego la Historia del cristianismo y que continuaría luego incluso en visiones apocalípticas ya desgajadas de él como el socialismo. El poder político podía ser absoluto y, por añadidura, bueno. A decir verdad, para ser mejor tendría que ser más poderoso, controlador y absoluto.
Sería precisamente la Reforma, como en tantas otras cuestiones, la que recuperaría ese sano escepticismo.
La propia constitución de los Estados Unidos – un fruto directo de la influencia puritana – rechazaría la idea de que el poder político puede ser santificado y, por el contrario, lo consagró como un mal inevitable que debe ser dividido y separado para evitar la caída en la tiranía propia de una naturaleza caída.
El poder judicial, ejecutivo y legislativo se articularon en torno a una serie de frenos y contrapesos que paliaran en la medida de lo posible la indiscutible tendencia del ser humano hacia el mal. Pero, de momento, quedémonos con ese sano escepticismo como punto de partida de esta serie sobre la economía del Reino.
Continuará, y en el próximo capítulo veremos: “Ese mal llamado impuestos”
---------------------------------------------
[1] J. H. Newman, An Essay on the Development of Christian Doctrine, Londres, 1890, p. 373.
Si quieres comentar o