Hace unas semanas, me llamó Gundín, el jefe de opinión de La Razón, para cursarme una peculiar invitación. El cardenal Cañizares y ZP se iban a enfrentar en un debate sobre el humanismo.
Agradecí mucho a Gundín el detalle, pero, me imposibilitaba aceptar el tener que preparar el programa y la decliné. Y como recibí la invitación, la olvidé. Me olvidé hasta que comencé a ver los comentarios de distintas personas sobre lo que cabe esperar del debate. Debo decir que tal circunstancia me resultó llamativa.
Por parte de los directores, presidentes o lo que sean de ciertos grupos católicos, noté una no oculta animadversión, por no decir incluso ira. Ponían verde a ZP –como no podía ser menos– y luego se preguntaban, con mejores o peores modos, qué hacía Cañizares yendo a debatir con él. Incluso alguno subrayaba que no era posible que existiera un punto de encuentro entre ambos. Dado que alguno de ellos había logrado sobrevivir la contradicción de llevar una carrera política no recomendable, de anular su primer matrimonio y de convertirse en referente católico no terminaba yo de ver porque esa manera tan tajante de afirmar las cosas, pero démosla por buena.
El encuentro –como yo me temía– no ha tenido, al final, mayor relevancia aparte, quizá, la de poner de manifiesto que
hay gente que no tiene educación y que confunde el fanatismo y la falta de urbanidad con la convicción firme.
Sé que se ha insistido mucho en comparar el encuentro con el de Ratzinger y Habermas, pero ni Cañizares es Ratzinger ni ZP es Habermas. Sin embargo, no puedo ocultar que los contendientes tenían su aquel.
Conozco de manera personal a los dos púgiles de la gran velada y he tenido oportunidad de hablar con ellos en alguna ocasión. De ZP, tras mucho pensarlo, no consigo pensar ni decir nada bueno. Aparte de ignorante, ha sido el peor presidente de la democracia española. Pisoteó el sistema constitucional respaldando un Estatuto catalán que laminaba el orden jurídico español; hizo todo lo posible – hasta lo ilegal – para llegar a un acuerdo con la banda terrorista ETA; aniquiló una economía próspera – la cuarta de la Unión Europea – de una manera que no podrá remontarse en generaciones; descolgó a España del plano internacional y, por si fuera poco, se empeñó en llevar a cabo una ingeniería social que lo mismo incluía la legalización de los matrimonios entre personas del mismo sexo, que la ampliación del aborto o la adopción de niños por parejas homosexuales. Para remate, su asignatura de educación para la ciudadanía pretendía un adoctrinamiento en las aulas digno de Hitler o de Stalin. Sólo la derrota electoral nos salvó de la legalización de la eutanasia y de otros males no menores. ZP dejó la nación hecha unos zorros por pura soberbia. Esa misma soberbia – que lo llevó a soñar con un nuevo orden territorial y político basado en la alianza con los nacionalistas incluyendo a ETA – es la que ahora lo empuja a recorrer el universo mundo llevando a cabo una interpretación de la crisis y de sus años de gobierno que provocaría sonoras carcajadas de no ser por las consecuencias auténticamente trágicas de su paso por la política. En descargo mío, he de señalar que, a diferencia de Aznar, de no pocos periodistas e incluso de directivos de la COPE, yo no me fié un pelo de él ni siquiera cuando estaba en la oposición y suscribía el pacto de partidos y la ley anti-terrorista. Insisto. Lo estuve advirtiendo desde el primer momento – incluso cuando muchos pensaban que era un santo varón – y, por desgracia, no me equivoqué. Con todo, y para ser ecuánimes, reconozco que es persona amable y de buen trato y que nunca le contemplé cuando lo tuve cerca un mal gesto o una mala palabra o una falta de educación.
También conozco al cardenal Cañizares. Puedo asegurar que también es persona amable y de buen trato y que nunca le contemplé un mal gesto o una mala palabra o una falta de educación. A decir verdad y a diferencia de ZP, me consta que ha leído libros, algunos de los míos sin ir más lejos. Hubo una época en que las relaciones con el cardenal Cañizares fueron increíblemente buenas. El cardenal Rouco había perdido unas elecciones que daba por más que ganadas, la presidencia de la Conferencia episcopal la ocupaba un obispo de bajo, bajísimo perfil – “un tal Blázquez”, lo llamó Arzalluz y sabía lo que se decía – y Cañizares se creyó con posibilidades de convertirse en el nuevo presidente. Un día, nos citó a Federico Jiménez Losantos y a mi para comer juntos en Toledo. Fue una comida verdaderamente agradable. Nos elogió hasta la saciedad por nuestra labor radiofónica e incluso calificó algunos de mis libros de entonces de “verdaderas parábolas”, cosa que yo nunca habría esperado si bien no suelo discutir la opinión de los lectores. Era obvio – no lo ocultó ni mucho menos – que Cañizares aspiraba a ser presidente de la Conferencia episcopal y nos estaba pidiendo la asistencia mediática para conseguirlo. A mi no me convencieron algunas de sus afirmaciones como la confianza total en la monarquía (“si es que la monarquía se ha convertido en parte del problema, don Antonio…” – le dijo Federico), pero su análisis de ZP o del Estatuto de Cataluña me parecieron muy certeros. Otras afirmaciones suyas – adoraba a Bono o a María Teresa Fernández de la Vega y distinguía a ambos de ZP con verdadero ardor – me ocasionaron una verdadera perplejidad. Salimos de allí convencidos de que Cañizares plantaría cara a las atrocidades de ZP – no era lo que hacía Blázquez, desde luego – y también decididos a apoyarlo porque la causa lo merecía. Lo hicimos. ¡Vaya si lo hicimos! Lo entrevistamos, por supuesto, varias veces, pero, por añadidura, hacíamos pinchazos cada dos por tres porque Cañizares, ya en campaña, no dejaba de realizar declaraciones contra las villanías de ZP y su cuadrilla. Recuerdo especialmente algunas sobre Educación para la ciudadanía que resultaron muy celebradas por eso de que animaba a la objeción y a una oposición frontal a la inicua ley. Desde luego, en su diócesis de Toledo, de los colegios de monjas a los católicos laicos, la objeción frente a la infernal asignatura se disparó. No resulta extraño que la invitación a comer se repitiera.
Personalmente, me trae sin cuidado quien preside la Conferencia episcopal porque sé que, al final, las decisiones se toman de acuerdo a criterios que la aplastante mayoría de los fieles católicos ni se imaginan y que obedecen a causas que ni piensan. Por otro lado, creo que cada confesión debe funcionar con absoluta libertad y no seré yo el que meta la nariz en sus asuntos. Sin embargo, Cañizares decía verdades que me parecían útiles para el conjunto de la nación y no me planteaba ningún problema abrir un micrófono para que las comunicara mientras otros compañeros suyos habían decidido permanecer con los labios sellados. En ese caso, como en tantos otros, yo aplicaba una regla que he seguido siempre, la de que la verdad es la verdad y quien la diga resulta una circunstancia relativamente secundaria.
Tengo que decir que ya en aquella época de miel y rosas hubo quien me advirtió en contra del cardenal Cañizares. Uno de los directores más importantes de COPE me llegó a señalar en el curso de un programa que realizamos en su ciudad: “Tened cuidado con don Antonio. Yo le conozco y su problema es que le gusta mucho acostarse con los políticos”. Literalmente. Por supuesto, lo decía en un sentido metafórico, pero no por ello menos claro. Se podría decir que hasta tenía resonancias bíblicas, por no decir apocalípticas. Ni Federico ni yo le hicimos el menor caso naturalmente.
Y entonces llegaron las elecciones y Cañizares perdió porque había sido demasiado explícito en sus ambiciones y porque había saltado demasiado pronto al ruedo. Fue sufrir el revés de aquellos comicios y volverse contra Federico de manera desmesurada y –debo decirlo– absolutamente injusta. Es lo que pasa. Vas a ayudar a un mendigo que se ha caído, borracho, al suelo y te insulta o das de comer durante años a un pobre desgraciado que no ha terminado ni el bachillerato, que tiene una esposa alcohólica y un hijo delincuente, que no ha madurado ni tras cumplir los cuarenta y se convierte en un fanático que no pierde ocasión de darte puñaladas por la espalda. El mendigo borracho alegará que se pisotea su libertad y el talibán ingrato que defiende vaya usted a saber qué secta. Excusas para comportarse como la hez moral que son. En cualquier caso, se trata de cosas que pasan, pero, si conservas algo de elegancia, caso de conocer el nombre de cualquiera de esos miserables, nunca lo dices por no humillarlos en público y porque el sentimiento más profundo que te inspiran es el de la compasión… aunque tampoco te lo agradecerán. Ninguno de esos dos casos era el de Cañizares, por supuesto, pero sí que recordaba aquello que dejó establecido Ramón y Cajal sobre las dos clases que existen de ingratos: los que se olvidan del bien recibido y los que se vengan. Daba la sensación de que el cardenal Cañizares pertenecía a la segunda. También tengo que decir que no creo que toda la responsabilidad fuera suya. No puedo asegurarlo, pero tengo la sensación de que de la turbia turba de católicos profesionales emergieron aquellos enemigos jurados del liberalismo que odiaban a Federico –y que, por derivación, acabaron también odiándome a mi recordando, de repente, que era protestante– y convencieron sin mucho trabajo a Cañizares de que si había perdido las elecciones no se debía a sus errores o, simplemente, a la voluntad de sus compañeros en el episcopado, si no al apoyo encendido que le había prestado Federico.
Visto y no visto. Cañizares dio una vuelta como si fuera un guante y adoptó las vestimentas de la moderación. De entrada, la Educación para la ciudadanía pasó a ser de satánica a tolerable. Nunca olvidaré a los sacerdotes que pasaron por mi despacho de la COPE lamentando lo que había hecho Cañizares y la manera en que le habían preguntado: “Don Antonio, pero ¿cómo puede hacer esto?”. Lo decían con enorme pesar y yo lo comprendo. Simplemente, había dado la espalda – si digo “traicionado” voy a provocar algún artículo de fanáticos y no es plan - a aquellos a los que antes había respaldado en la época en que se postulaba como presidente de la Conferencia episcopal. Por supuesto, ya totalmente en su papel de más moderado que nadie, como no podía ser menos, Cañizares la emprendió con Federico. Me consta que Cañizares, en un encuentro que Federico ha relatado en
El linchamiento, ha insistido en que eso no es verdad. Es lo que él dice, pero el problema es que los testigos de sus tajantes afirmaciones están vivos, que algunos de ellos guardan conmigo muy buena relación y que, en algún caso, me llamaron por teléfono nada más producirse las declaraciones para informarme puntualmente de ellas. Por cierto, también me consta que a mi me salvaba de la quema, quizá porque yo no lo había apoyado en su etapa dura sino de una manera secundaria en relación con el respaldo caluroso que le proporcionó Federico. Por supuesto, ese detalle – en una época en que ya se había vendido la cabeza de Federico y eran legión los que buscaban cómo separarme de él - no me infundía ni consuelo ni alegría. La realidad se resumía en que Federico era el que más lo había apoyado, de manera desinteresada (como siempre, por otra parte), por amor a España, sobre todo, y ahora Federico era acremente criticado por un cardenal que mencionaba no recuerdo qué discurso del papa para justificar su cambio de capelo. Para que te fíes de ciertos amigos…
Para remate, el nombre de Cañizares está relacionado con la única vez que recibí una instrucción “de arriba” en la COPE. ETA había vuelto a matar y María Teresa Fernández de la Vega voló a Suiza presuntamente para saber qué había sucedido. Apenas nos enteramos, recibí una llamada de COPE para decirme que el cardenal Cañizares rogaba que no mencionáramos el episodio. Quizá me mintieron, pero el dato encajaba con la predilección que el purpurado sentía por la vicepresidenta del gobierno de ZP. Como puede imaginar cualquiera que me conozca, desobedecí la orden y el tema se trató en el programa. La libertad de expresión y de prensa – especialmente en tema tan delicado – yo no podía someterla a las amistades de un prelado con una política. Soy así y, por cierto, no lo lamento.
Finalmente, el cardenal Rouco –que como dice la canción mexicana se moría por volver– regresó a la presidencia de la Conferencia episcopal y Cañizares, su rival más directo, fue enviado a un nuevo destino en Roma que todos sin excepción identificaron con el destierro. No nos sorprendió. Ni Federico ni yo olvidaremos nunca cómo, en el curso de una comida, cuando en su candor inmenso el director de la Mañana de COPE se permitía hablar bien de Cañizares, el cardenal Rouco cortó de raíz el comentario con un seco “No sabe alemán”. Ignorábamos – a fin de cuenta no somos cardenales – por qué el conocimiento de la lengua de Goethe es tan importante para un prelado y quizá por eso, en ese momento, tanto Federico como yo nos dimos cuenta de que el cardenal Rouco no tenía entre sus amistades a su hermano en el episcopado Cañizares. Yo – que además soy malicioso – incluso me pregunté si no tenía arte o parte en el alejamiento de Cañizares.
Luego vinieron muchas, muchísimas cosas. Cañizares no ha dejado de mantener encuentros con gente en España que pudiera apoyarlo para ser lo que nunca ha conseguido ser e incluso, imagino que por si acaso, volvió a reunirse con Federico en Roma, gracias a los buenos oficios de Eduardo Zaplana y a Luis Herrero. Cañizares le transmitió en ese encuentro que lo que se decía de él y, sobre todo, de lo que había dicho de Federico no era cierto e incluso elogió alguno de mis libros sobre la masonería y comentó algunas cosas más que no puedo revelar. Realizó entonces pronunciamientos sobre el cardenalato vaticano y sobre el margen de vida que le quedaba al papa – dos años, según Cañizares – que, vistos ahora, me resultan casi escalofriantes. De algunos de ellos dejó constancia por escrito Federico en
El linchamiento; de otros, sólo tengo constancia verbal también del mismo Federico. Como Federico, digan lo que se digan sus detractores, es una excelente persona, decidió dar por zanjado todo lo sucedido tras comer fettuccini con Cañizares. Yo – que, como un día me dijo acertadamente Fernando Giménez Barriocanal, soy “mucho más malo que Federico” – me limité a guardar todo aquello en mi corazón y a reflexionar sobre ello. Para que luego se diga que los protestantes no imitamos el ejemplo de la madre de Jesús...
Ahora, al cabo del tiempo, después de toda el agua que ha pasado bajo el puente, ZP y el cardenal Cañizares se han encontrado –enfrentado me parece mucho decir- en un debate sobre el humanismo. Ciertamente, hay que señalar que los contendientes –que han disfrutado del exquisito trato arbitral de Francisco Marhuenda, el director de La Razón y han padecido la falta de urbanidad de unos sectarios– no son iguales en todo. ZP ya está acabado políticamente aunque, por supuesto, disfruta de emolumentos que para si quisieran decenas de millones de españoles. Por el contrario, el cardenal Cañizares sólo está a punto de comenzar su enésima campaña para convertirse en presidente de la Conferencia episcopal en España.
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