La palabra Filadelfia tiene una especial querencia para los protestantes. El cuáquero William Penn, por ejemplo, dio ese nombre a la capital de lo que ahora es el estado de Pennsylvania. La razón es que en las cartas contenidas al inicio del libro del Apocalipsis –y donde según algunos exégetas se profetiza el desarrollo del cristianismo a lo largo de los siglos– se habla de una iglesia humilde situada en Filadelfia que se caracterizaba no por sus riquezas, su peso político o su poder temporal, sino por su fidelidad al Evangelio en medio de las peores pruebas (Apocalipsis 3: 7–13).
Pocos habrían pensado que ése sería el nombre asumido por una denominación protestante que en los años sesenta del siglo XX comenzó a trabajarse entre los gitanos españoles.
A la sazón, el panorama de los gitanos era obvio. Teóricamente, su totalidad era católica, pero el catolicismo ni los había integrado socialmente ni los había llevado a mejorar su nivel de vida ni su cultura ni su moral. Más allá del atavismo propio de ciertas fiestas católicas, a efectos prácticos, a los gitanos lo mismo les hubiera dado profesar cualquier religión. Tampoco la izquierda lograría nada después de la Transición a pesar de que gastó en los gitanos cantidades extraordinarias.
Un reciente estudio universitario dejó de manifiesto –y quizá por ello fue silenciado– que el dinero gastado en planes de promoción e integración había sido un gigantesco y costoso desperdicio.
Tampoco debería sorprendernos porque, desde los Reyes Católicos que dictaron normas escalofriantes contra ellos hasta Carlos III que intentó su integración por la vía del Despotismo ilustrado, todo lo emprendido había concluido en colosales fracasos.
Cuando en los años setenta la droga comenzó a circular de manera espectacular en las poblaciones marginales, no fueron pocos los que pensaron que la extinción física de los gitanos iba a ser inevitable.
Apenas una generación después, los gitanos españoles han experimentado un vuelco extraordinario y la razón fundamental ha sido la extensión del protestantismo entre ellos. En la actualidad, hay en España un millón doscientos mil gitanos. De ellos, un cuarto de millón son protestantes y se agrupan en las iglesias Filadelfia aunque muchos prefieren conocerlos como los Aleluyas.
Aparte de ese cuarto de millón de miembros practicantes, su influencia es notoria sobre otros setecientos mil.
¿Qué ha significado el hecho de que centenares de miles de gitanos españoles hayan abrazado los valores bíblicos que recuperó la Reforma? En primer lugar, un despegue espectacular de su nivel educativo. Cuando los primeros misioneros de las iglesias Filadelfia comenzaron a predicar el Evangelio entre los gitanos no menos del ochenta por ciento eran analfabetos. A decir verdad, para predecir la buena ventura o cantarle al Cristo de los gitanos no era obligatorio saber leer y escribir. Sí lo es para alguien que quiere crecer en su fe protestante mediante el estudio cotidiano de la Biblia.
De la noche a la mañana, los gitanos comenzaron a alfabetizarse por la sencilla razón de que no tenían otra manera de poder acceder a los textos de las Escrituras. En la actualidad, apenas una generación después, los gitanos de las iglesias Filadelfia presentan un índice de alfabetización similar al del resto de los españoles y, con seguridad, uno mayor de comprensión de lo leído si se les compara con otros sectores de la sociedad española.
Tan sólo una generación antes, el analfabetismo afectaba a cerca del ochenta por ciento y la cifra no se ha reducido mucho entre aquellos que no son protestantes.
Como no podía ser menos,
en segundo lugar, los gitanos no tardaron en pasar de la alfabetización nacida de la Biblia a abrazar la idea de obtener una mayor educación. En las iglesias Filadelfia, hay no menos de cuatro mil titulados, algunos incluso en universidades de Estados Unidos. De nuevo, un salto espectacular si se tiene en cuenta el punto de partida.
Por supuesto,
en tercer lugar, la ética del trabajo de los gitanos cambió radicalmente cuando volvieron sus ojos a la Biblia. Aprendieron que trabajar no era deshonroso si la labor era honrada y que lo que era bochornoso era vivir de los demás.
Un setenta y cinco por ciento de los gitanos de las iglesias Filadelfia viven de la venta ambulante, pero el otro veinticinco por ciento son empresarios o trabajadores por cuenta ajena. El fenómeno –una vez más– carece de precedentes históricos.
En cuarto lugar, la visión del robo y de la mentira experimentó también un cambio radical en el mundo de los gitanos evangélicos, pero, por añadidura, no pocos se salvaron de la muerte abandonando la droga tras conocer a Jesús como su Señor y Salvador.
En quinto lugar, la suma de mayor educación y trabajo honrado ha tenido como consecuencia una subida del nivel de vida que, en no pocos casos, era impensable hace unas décadas.
En sexto lugar –y no deja de ser significativo– los gitanos de la venta callejera mantienen a sus iglesias sin recibir subvenciones estatales o tener una casilla en el impreso de la declaración de la Renta. No sólo eso. También mantienen a los misioneros que han enviado a otras naciones como Rumanía, México, Argentina, Venezuela, Portugal o Bulgaria.
Precisamente,
por todo lo anterior, en estos momentos resulta imposible trazar un cuadro real y genuino de la vida de los gitanos españoles sin referirse a las iglesias Filadelfia. No deja de ser significativo que el cine lo haya captado y que, desde hace años, cuente lo que cuente sobre el mundo gitano se refiera casi siempre a esas iglesias Filadelfia y a su "culto".
Es de justicia. Lo es también que es una reciente biografía cinematográfica sobre
Camarón –por cierto, muy interesante– se narrara cómo al saberse enfermo, el incomparable cantante acudió a escuchar el Evangelio a una iglesia Filadelfia. La cinta, sin embargo, no contaba cómo Camarón expiró tras aceptar a Cristo en su corazón, abrazado a un pastor de una iglesia Filadelfia. Era una muestra más de cómo una muy modesta confesión podía ofrecer lo que cabe esperar de aquellos que afirman ser cristianos, no que intenten recibir subvenciones, no que ideen cómo quedarse con una parte de nuestros impuestos, no que pacten con el poder político, no que busquen cómo aumentar su patrimonio inmobiliario y no que incluso muestren su comprensión hacia los asesinos simplemente porque son nacionalistas sino que sean sal y luz en un mundo donde cada vez es más fácil sentirse solo.
Al respecto, no deja de ser significativo que ese gran escritor –tan olvidado– que fue Jesús Fernández Santos ya se percatara en los años sesenta de lo que iban a significar las iglesias Filadelfia para los gitanos y así lo recogiera en
El libro de las memorias de las cosas, una de las mejores novelas españolas del s. XX que, además, recibió el Premio Nadal.
No se me oculta que las iglesias Filadelfia no son perfectas –¿lo ha sido alguien, incluido Gandhi, desde que Jesús vivió en este mundo?– ni paso por alto que sus cultos, como los de los negros en Estados Unidos, tienen un fuerte elemento étnico que se manifiesta en la manera de predicar o en las canciones.
También es obvio que, al cabo de una generación, queda mucho por hacer para acabar con un atraso y una marginación de siglos.
Sin embargo,
cuesta trabajo dar con una sola institución en España que, en su medio, haya hecho con tan poco tanto bien a tantos en tan poco tiempo. Y si eso ha sucedido con un sector de la población marginal, ¿qué no hubiera podido acontecer de haberse producido el mismo fenómeno en la nación que contaba con los mejores militares, los mejores pintores y los mejores escritores y en cuyo imperio no se ponía el sol?
Pero de eso me ocuparé en otra entrega.
(Continuará)
Este artículo forma parte de
una serie que César Vidal está publicando en Libertad Digital bajo el título de ¿Hay salida?
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