La petición de tiempo para reflexión que hizo Lutero desconcertó al tribunal, obligó al partido papal a esperar, impresionó a los laicos y a los nobles por la humildad y la honradez del monje y le proporcionó una noche para orar y reflexionar sobre lo que iba a decir al día siguiente.
Contamos con notas de Lutero redactadas durante esa noche y por ellas sabemos que aquellas horas estuvieron marcadas por una soledad absoluta. Sus amigos estaban amenazados de muerte por Aleandro, habían sido condenados y excomulgados por la bula y carecían de permiso para estar en Worms. Sin embargo, el monje era consciente de que todo el mundo contemplaba lo que estaba sucediendo en Worms y, lo que era más importante para él, también lo hacía Dios.
A las cuatro de la tarde del día siguiente, 18 de abril, el heraldo vino a buscar a Lutero y lo condujo hasta el tribunal. Rodeado por una multitud, el monje tuvo entonces que esperar hasta las seis, dado el trabajo del que debían ocuparse los príncipes. Durante ese tiempo, algunos nobles se le acercaron para decirle que deseaban quemarlo, pero que esa circunstancia no se produciría porque antes tendrían que eliminarlos a todos. “No tendrán problema en hacerlo”, les contestó Lutero de manera irónica, pero realista.
Cuando finalmente Lutero compareció ante la Dieta, se le indicó que se le había concedido un tiempo para deliberar a pesar de que no tenía ningún derecho a ello. Ahora debía responder si deseaba defender todos los libros que había reconocido como propios o quería retractarse de alguno. El anuncio fue realizado en latín y en alemán, y de manera bien significativa, el tono de la requisitoria fue más áspero en la primera lengua.
Lutero respondió en alemán. Su tono fue humilde y tranquilo por lo que no pocos pensaron que pensaba retractarse. Sin embargo, tenía otras intenciones. Así, señaló
, en primer lugar, que reconocía como suyos los libros reunidos en el lugar en la medida en que no hubieran sido alterados por sus adversarios.
Por lo que se refería a la defensa o retractación de los mismos, dividió sus libros en tres grupos. El primero abarcaba aquellos que la misma bula consideraba inofensivos. De ésos, no se retractaba.
En segundo lugar, estaban los libros en los que lanzaba acusaciones contra el papado por torturar las conciencias y exprimir al pueblo. De esos no podía retractarse porque significaría “consentir esa tiranía y fortalecer su dominio”.
Finalmente, se encontraban los escritos que había dirigido contra las personas que defendían “la tiranía romana” y pretendían tergiversar lo que había enseñado sobre la fe. En este caso, reconocía que debería haber sido más considerado, pero lo cierto es que no era un santo y, por añadidura, le resultaba imposible retractarse. A pesar de todo, si se le convencía de sus errores, refutándolos de acuerdo con los escritos de los profetas y del Evangelio, “nadie estaría más dispuesto a una retractación” que él “y sería el primero en arrojar al fuego los libros” que eran suyos.
Al terminar su exposición, se le pidió que la repitiera en latín, lo que Lutero hizo. Acto seguido, los príncipes se retiraron a deliberar. No da la impresión de que resultara muy difícil que se pusieran de acuerdo. A su juicio, resultaba indispensable que Lutero dejara de manifiesto con claridad si se retractaba o no. Por ello, pidieron a Von Ecken que intentara dejar convenientemente esclarecido este aspecto y optaron por continuar la vista.
Al reanudarse la sesión, Von Ecken inició un discurso cuya finalidad obvia era doblegar a Lutero. Finalmente, le formuló la pregunta clave. ¿Se retractaba de sus libros y de los errores que contenían?. El monje reconoció que tanto el emperador como los miembros de la Dieta deseaban una respuesta sencilla y manifestó que la iba a dar en latín sin equívoco alguno:
“Hela aquí: a menos que se me persuada por testimonios de las Escrituras o por razonamientos evidentes, porque no me bastan únicamente las afirmaciones de los papas y de los concilios, puesto que han errado y se han contradicho a menudo, me siento vinculado con los textos escriturísticos que he citado y mi conciencia continúa cautiva de las palabras de Dios. Ni puedo ni quiero retractarme de nada, porque no es ni seguro ni honrado actuar en contra de la propia conciencia”
En ese momento, abrumado por la emoción, Lutero cambió el latín en que se había expresado por su alemán materno y exclamó: “No puedo más. Haced de mi lo que deseéis. ¡Que Dios me ayude!”.
La respuesta de Lutero no dejaba esta vez lugar a dudas y algunos de los príncipes hicieron ademán de abandonar la sala. Von Ecken intentó entonces controlar la situación y gritó a Lutero que olvidara su conciencia, que nunca podría probar que los concilios se habían equivocado en materia de fe, sino, como mucho en materia de disciplina. El monje le respondió entonces que sí podía probarlo. No tuvo, sin embargo, oportunidad.
A una señal del emperador, dos guardias lo sacaron de la sala y en esos momentos se produjo el estallido.
Mientras la guardia española del emperador gritaba “¡Al fuego! ¡Al fuego!”, los alemanes –que no entendían lo que estaban diciendo- hacían la señal de la victoria.
Escoltado por los que llamaba sus “ángeles guardianes”, Lutero llegó al final a su alojamiento. Una vez allí, levantó los brazos al cielo mientras gritaba: “¡Ya está! ¡Ya está!”.
Se encontraba embargado por la convicción de que había cumplido con su deber. Donde otros se habían retraído por miedo o por interés, él se había mantenido firme frente a los grandes poderes de su tiempo y fiel a los dictados de su conciencia. Lo había hecho además no por intereses políticos, por codicia o por ansia de poder sino por amor al Evangelio y sostenido en la fe en su Redentor.
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