El 3 de enero de 1521, el papa León X firmó una última bula contra Lutero, la conocida como Decet Romanum. El plazo fijado para la retractación había expirado y Lutero era declarado hereje obstinado y excomulgado. Todos los lugares por los que pasara se verían sometidos a las penas de entredicho y suspensión. Además, los que se manifestaran como partidarios suyos quedarían condenados a las mismas sanciones. La bula debía ser publicada por todos los obispos y las órdenes religiosas debían colaborar en su publicación y cumplimiento. Quince días después, un breve del papa invitó al emperador a publicar la sentencia y proceder a su ejecución.
El padre Glapión, confesor del emperador, intentó mediar una vez más tratando de entrevistarse con el Elector. Pero Federico no consideró que mereciera la pena recibir al clérigo y lo desvió hacia Brück, su canciller. Como ha señalado, el dominico Olivier, Glapión fue muy claro en su exposición. Había leído con entusiasmo los primeros escritos de Lutero y, personalmente, estaba convencido de que tenía razón, pero su libro
La cautividad babilónica de la iglesia había cegado la vía para su causa. Si se retractaba de ese libro, había posibilidad todavía de remontar la situación. La respuesta de Brück no fue menos terminante. Glapión podía no encontrar objeciones a las opiniones primeras de Lutero, pero lo cierto era que la bula de excomunión había sido firmada antes de que Lutero escribiera La cautividad… y condenaba precisamente esas tesis. No existía, pues, razón para pensar que con una simple retractación de esa obra fuera a cambiar nada. Así, se lo comunicaría Glapión a Carlos.
Por su parte, el emperador, una vez más, había decidido dejar todo en manos de Aleandro – que tenía la bula desde el 10 de febrero y que, precisamente, había sido el personaje que había sugerido al papa que dictara los últimos documentos de condena – y le pidió el martes de carnaval que, al día siguiente, se dirigiera a la Dieta.
El discurso de Aleandro, pronunciado el 13 de febrero con el respaldo del emperador, duró tres horas. En el mismo, el nuncio no ahorró calificativos hasta el punto de que llegó a comparar a Lutero con Mahoma. Pero toda la disertación fue en latín y, posiblemente, esa circunstancia fue sufrida por no pocos de los presentes como una penitencia. Por si fuera poco, a pesar de la longitud de la exposición de Aleandro, el discurso no discutía ninguna de las afirmaciones de Lutero ni tampoco respondía a ninguna de sus críticas. A decir verdad, se limitaba a señalar que el único problema espiritual existente era la enseñanza del agustino que debía ser extirpada con la mayor energía. Lo cierto es que no sorprende que no fuera acogido ni lejanamente con entusiasmo.
Cuatro días después, estaba preparado un edicto que allanaba el imperio a los deseos del papa. Aleandro pretendía con este texto no sólo que se obedeciera a la Santa Sede sino que Lutero cayera en la provocación e, irritado por las concesiones de Carlos, lo atacara. Sin embargo, no se salió con la suya. Por un lado, Lutero no dio respuesta al texto y, por otro, la oposición que provocó aquella medida resultó extraordinaria. Para la mayoría resultaba obvio que el monje podía tener o no razón, pero no era de recibo que se le condenara sin haber disfrutado del derecho a defenderse de las acusaciones que se habían formulado contra él. La forma en que, finalmente, se conciliaron el deseo de respetar la legalidad germánica y el del emperador de complacer al papa resultó verdaderamente salomónica.
El 22 de febrero, la Dieta había decidido convocar a Lutero y el 2 de marzo, tras un encuentro entre los príncipes y el emperador, éste accedió a escuchar al agustino. Así, la invitación formal con valor de salvoconducto firmada por el emperador se cursó el 6 de marzo. Sin embargo, en paralelo, el 8 de marzo estaba listo un edicto para secuestrar y quemar los escritos de Lutero que se publicó el 26 de marzo. Ese mismo día, de manera bien significativa, un heraldo imperial, expresamente enviado a Wittenberg, entregó a Lutero en persona la invitación de Carlos.
En apariencia se había contentado a ambas partes. Sin embargo, la realidad resultaba muy diferente. A pesar de la victoria que implicaba el que Carlos ordenara la destrucción de los escritos de Lutero, el hecho de que éste tuviera el camino abierto para llegar a la Dieta significó una gran derrota para el nuncio Aleandro.
Sin embargo, no puede decirse que le cogiera de sorpresa. A decir verdad, sus cartas de la época constituyen una fuente extraordinaria de información sobre lo que había sido su calvario de los meses anteriores. Primero, había contemplado la hostilidad con que se había recibido la bula en las ciudades alemanas. En algunos casos, tanto él como Eck –que, de manera vergonzosa, había llegado a añadir el nombre de sus enemigos al texto de bula para poder así ejecutar venganzas personales- habían logrado que la bula se anunciara, pero, generalmente, para descubrir que al día siguiente los carteles habían sido sustituidos por escritos antipapales.
Aleandro había recurrido entonces a la panoplia habitual de la diplomacia vaticana que iba desde la persuasión a la utilización de argumentos espirituales pasando por la mentira y el soborno - había corrido nuevamente el rumor de que se le había ofrecido a Lutero un capelo cardenalicio todo ello sin éxito. En sus misivas, el nuncio deploraba que ninguno de esos recursos servía de nada, como tampoco el que continuamente lanzara injurias sobre Lutero llamándolo “este Mahoma”, “este Arrio” o este “hijo de Satanás”.
Al final, como señalaría a sus superiores: “Toda Alemania está completamente sublevada. Nueve décimas partes levantar el grito de guerra de “¡Lutero!”, mientras que la consigna de la otra décima parte que es indiferente a Lutero es “Muerte a la curia romana””.
El papa León X no parecía, a pesar de las medidas que había firmado, especialmente inquieto. En clara contradicción con su conducta de los años anteriores, había enviado, eso sí, una carta a Carlos afirmando que daba gracias a Dios por haber concedido a la iglesia un emperador como él. Sin embargo, mientras Aleandro se había enfrentado con la amarga realidad, el pontífice se distraía asistiendo al carnaval de Roma. Bajo su ventana del castillo de Sant´Angelo, se había levantado un escenario para una representación que se iniciaba con la oración de una mujer dirigida a la diosa Venus. Acto seguido, venía la historia de unos ermitaños que acababan despojándose de sus hábitos para combatir entre si para conseguir que Amor les entregara a una fémina. Se puede pensar lo que se quiera de lo oportuno y decoroso del espectáculo bajo las ventanas papales, pero poco puede dudarse de que León X no perdía el sueño por lo que estaba sucediendo en Alemania.
A decir verdad, es muy posible que en aquellos momentos fuera Aleandro el único que se diera cuenta de que estaba comenzando una nueva época y de que la Santa Sede no se percataba ni lejanamente de la gravedad de la situación.
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