En el anterior artículo analizamos los dos primeros escritos de Lutero:
Una carta abierta a la nobleza cristiana de la nación alemana referente a la reforma del estado cristiano y
Un preludio sobre la cautividad babilónica de la Iglesia.
El tercer escrito de la época es De la libertad del cristiano. Se trataba de un texto breve que continuaba en la línea de su texto Acerca de las buenas obras.
En él, Lutero conciliaba dos afirmaciones aparentemente contradictorias, la de que “el cristiano es un hombre libre, señor de todo y no sometido a nadie” y la de que “el cristiano es un siervo, al servicio de todo y a todos sometido”.
Partiendo, pues, de la base de que el Evangelio es “lo único que en el cielo y en la tierra da vida al alma”, Lutero vuelve a recordar el estado de “eterna perdición” que se merece el hombre y cómo sólo es posible salir de ella gracias a la obra de Jesucristo. Precisamente, el que se rinde “a él con fe firme y confía en él con alegría”, es el que recibe la remisión de los pecados. De hecho, “una fe verdadera en Cristo, es un tesoro incomparable: conlleva la salvación eterna y aleja toda desventura, como está escrito en el capítulo final de Marcos: “Quien crea y se bautice se salvará; el que no crea se condenará””
[1]. Precisamente ese cristiano, “que ha sido consagrado por la fe, realiza obras buenas”.
Al respecto, al final de la obra, Lutero realiza una afirmación que había sido apuntada por distintos humanistas con Erasmo a la cabeza:
“Cualquier obra que no se encamine a servir a los demás o a mortificar su voluntad – doy por supuesto que no se exija nada contra Dios – no será realmente una buena obra realmente cristiana. Esto es lo que lleva a sospechar que sean cristianos pocos monasterios, iglesias, conventos, altares, misas, fundaciones, ayunos y oraciones que se dirigen a santos concretos. Y es que me temo que en todo ello se persigue únicamente el interés propio, al creer que es un medio de penitencia por los pecados y para salvación. Todo procede de la ignorancia que hay en relación con la fe, la libertad cristiana, y de que algunos prelados ciegos impulsan hacia estas cosas al alabarlas y enriquecerlas con indulgencias, sin preocuparse nunca en enseñar la fe. Mi consejo es que si deseas levantar alguna fundación, orar, ayunar, te guardes de hacerlo con la idea de beneficiarte a ti mismo. Da de forma gratuita y en beneficio de los demás para que otros puedan disfrutarlo. Así serás un cristiano auténtico”.
La conclusión de Lutero es rotunda: “Un cristiano no vive en si mismo. Vive en Cristo y en su prójimo. En Cristo, por la fe; en el projimo, por amor”.
[2]
El texto, unido a su tratado Acerca de las buenas obras, constituye un díptico de ética sencillo y, a la vez, extraordinario suficiente para disipar en quien lo conozca cualquier creencia en el supuesto antinomismo del protestantismo o en la falta de interés por las obras de la Reforma. Elcristiano es aquel que, después de comprobar su incapacidad para salvarse, se arrodilla a los pies de Cristo y recibe, a través de la fe, la redención que obtuvo en la cruz del Calvario. A partir de entonces, libre de la condenación, se convierte en siervo de Dios y del prójimo, no para salvarse, sino porque ya ha sido salvado, no por beneficio propio sino por amor a su redentor y a los demás.
Durante aquellos meses, Lutero no dejó de tener noticias de la manera en que los enviados del papa recorrían las diferentes ciudades alemanas y procedían a arrojar a la hoguera sus escritos.
Se trataba de una ceremonia que solía chocar con la oposición popular e incluso no faltaron ocasiones en que los libros del agustino fueron sustituidos por otros. Sin embargo, las intenciones de Eck y Aleandro eran obvias. Entonces el 10 de diciembre, tuvo lugar un episodio que señaló de manera clara que la Historia había cambiado radicalmente.
Cerca de la puerta de Elster en Wittenberg, Agrícola, acompañado de algunos profesores y estudiantes, encendió un fuego al que arrojó algunos volúmenesde derecho canónico, las decretales papales y la Summa Angelica de Angelo de Chiavasso.
La elección de los textos llevaba en si una profunda carga simbólica. El derecho canónico y las decretales –un fruto directo de la obra legislativa de los papas del Renacimiento– eran, desde su punto de vista, una innegable demostración de cómo el derecho había terminado por sustituir la verdad clara y sencilla del Evangelio. Por su parte, la Summa Angelica era un ejemplo de cómo los deberes pastorales habían sido relegados en pro de una especulación teológica apartada de la realidad y de las necesidades del pueblo cristiano.
De repente y de forma inesperada, Lutero se abrió paso entre los presentes y, profundamente emocionado, arrojó al fuego un pequeño volumen.
Lo que dijo en aquellos momentos apenas se pudo oír y
es dudoso que fueran muchos los que se dieran cuenta de que acababa de quemar la bula de excomunión que el papa había lanzado contra él.
Durante unos instantes, los presentes contemplaron en silencio las llamas que contrastaban con el frío aire del invierno. Luego alguien realizó un comentario y el grupo se disolvió.
Siglos después, Lord Acton indicaría que aquella había sido el verdadero acto de inauguración de la Reforma.
Continuará: La Dieta de Worms y sus antecedentes.
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