El primero de los escritos de Lutero surgido en el verano de 1520 fue un manifiesto titulado Una carta abierta a la nobleza cristiana de la nación alemana referente a la reforma del estado cristiano.Se trataba de un llamamiento a los dirigentes de Alemania, al joven emperador, a los príncipes y a los caballeros, y a las grandes ciudades imperiales. El texto comenzaba con una advertencia solemne a los gobernantes en el sentido de que no debían imaginar nunca que la reforma de la Cristiandad pudiera lograrse mediante la fuerza de las armas:
“Debemos acudir a nuestra labor renunciando a la fuerza física, y confiando humildemente en Dios. No estamos tratando con hombres, sino con los príncipes del infierno, que pueden llenar el mundo con guerra y derramamiento de sangre, pero a los que la guerra y el derramamiento de sangre no vencen”
[1]
Una afirmación de este tipo sería hoy difícilmente discutida, pero en el contexto en que se escribió, cuando la bula de excomunión de Lutero condenaba como herética la afirmación de que el enviar a los herejes a la hoguera no era obra del Espíritu, constituía una refrescante nota de modernidad, modernidad que se asentaba no en la iconoclastia sino en la fe en Cristo.
Lutero contraponía a lo que denominaba los tres muros del romanismo –la pretensión papal de poseer una jurisdicción superior a la del poder temporal, su pretensión de tener el único poder para interpretar la Escritura y la pretensión de tener la única autoridad para convocar un concilio general- [2] la tesis teológica del sacerdocio de todos los creyentes y la social del bien común que debe ser sometido a la fiscalización de todos.
El sacerdocio común de los creyentes, surgido del bautismo y de la fe cristiana, sitúa en pie de igualdad a todos los cristianos, de tal manera que cuando un obispo es elegido es como si “diez hermanos, todos hijos de reyes y herederos iguales, fueran a escoger a uno de entre ellos para gobernar la herencia de todos… todos serían reyes e iguales en el poder, aunque uno de ellos se encargara del debe de gobernar”
[3]. La visión de Lutero conectaba con las declaraciones neotestamentarias que afirman que los discípulos de Cristo son “reyes y sacerdotes” (I Pedro 2, 5, 9; Apocalipsis 1, 6; 5, 10) y con la práctica de los primeros siglos de que el pueblo eligiera a los obispos, pero, sin ningún género de dudas, chocaba frontalmente con la situación eclesial de entonces.
Pero a la consideración teológica, Lutero sumaba una reflexión sobre la que se levantaría tiempo después el edificio de la primera democracia moderna:
“Nadie debe adelantarse y asumir, sin nuestro consentimiento y elección, el hacer lo que está en poder de todos nosotros. Porque lo que es común de todo, ningún debería atreverse a emprenderlo sin la voluntad y el mandato de la comunidad”
[4].
A diferencia de no pocos de los teóricos de la democracia, Lutero no era antropológicamente optimistay basta revisar sus comentarios bíblicos, desde los dedicados a la carta a los Romanos en 1515 a los relacionados con el Génesis en 1540, para captar que pensaba que los gobernantes no corruptos eran excepcionales y que estaba seguro de que el poder corrompía. Sin embargo, pensaba que la tarea de la reforma tenía que ser llevada a cabo y si no la emprendían las autoridades eclesiales, serían las políticas las encargadas de ello.
El punto de vista de Lutero puede resultarnos chocante pero contaba con precedentes históricos, pero, sobre todo, enlazaba con una visión humanista muy de la época. Así, el concilio de Nicea en el que se había enfrentado la iglesia con la herejía de Arrio no había sido convocado por el papa – que tuvo un papel muy secundario – sino por el emperador Constantino y a nadie se le hubiera ocurrido negar su magnífico resultado. Por otro lado, confiar en que los príncipes impulsaran la Reforma – una propuesta que nos resulta chocante en la actualidad - era algo que ya había sucedido en la España de los Reyes católicos y de Cisneros y que había sido propugnado por personajes de la talla de Erasmo.
Lutero era consciente del peligro que implicaba aquella propuesta y no se engañaba al respecto. Sin embargo, estaba convencido de que, en conciencia, no podía hacer otra cosa: “Creo que he tocado mi melodía con una nota demasiado alta, y que he formulado demasiadas propuestas… pero ¿qué puedo hacer? Estoy vinculado a la obligación de hablar… Prefiero la ira del mundo a la Ira de Dios: no pueden hacer más que quitarme la vida”
[5].
A finales de agosto, había millares de copias del escrito circulando por Alemania con un efecto extraordinario. Estaba redactado en la lengua del pueblo, expresaba todo en términos sencillos y ponía por escrito y de manera articulada lo que muchos pensaban.
EL SEGUNDO ESCRITO
El siguiente escrito de Lutero en aquel verano de 1520 tuvo un carácter muy diferente. Lo redactó en latín y estaba dirigido no al pueblo llano sino a los humanistas y al clero. Su título –Un preludio sobre la cautividad babilónica de la Iglesia– enlazaba con una corriente de pensamiento que había comparado desde hacía siglos la decadencia de la iglesia católica con el destierro que había sufrido el pueblo de Israel en Babilonia. De hecho, también se había denominado cautividad babilónica al período en que el papa había abandonado Roma para residir en Aviñón.
Lutero comenzaba diciendo que había tenido que escribirlo impulsado por los ataques feroces de los que había sido objeto, pero lo cierto es que también recogía las consecuencias lógicas de sus conclusiones contrarias a Roma. Anunció su publicación a Spalatino a la vez que le informaba de la llegada de Eck con la bula papal.
Lutero sostiene en el texto que la Biblia debe ser la base de la vida de la iglesia: “La iglesia debe su vida a la Palabra de la promesa, y es alimentada y preservada por esta misma Palabra – son las promesas de Dios las que hacen a la iglesia y no la iglesia la que hace las promesas de Dios”
[6]. A partir de ahí, Lutero indica que, propiamente hablando, por lo tanto, sólo pueden existir dos sacramentos, el Bautismo y la Santa Cena, porque son los únicos de los que hablan las Escrituras. Lutero no niega el matrimonio, la confirmación o el orden, pero no los considera sacramentos en la medida en que Cristo no los instituyó como tales.
Precisamente, ese biblicismo es el que lleva a Lutero a cuestionar buena parte de la enseñanza católica sobre la Eucaristía. Enprimer lugar, cuestiona el dogma de la transubstanciación. De hecho, el pasaje de Juan 6 nada tiene que ver con este dogma –una afirmación que pocos exegetas católicos cuestionarían en la actualidad– que carece de sustento bíblico. La base para llegar a esa conclusión es no sólo que los textos del Nuevo Testamento hablan de que lo que tomaban los primeros cristianos era pan y vino (I Corintios 11, 26-28), sino que además resultaba inverosímil definir un dogma sobre la base de la filosofía aristotélica. La objeción última ya había sido planteada por humanistas como Erasmo, si bien habían preferido no entrar en controversias al respecto. Igualmente, Lutero se refería a la Biblia para indicar que los cristianos participaban del pan y del vino, y no sólo del pan como era práctica en la época.
La conclusión a la que acababa llegando el teólogo era que la iglesia estaba sometida a una situación de cautividad espiritual por Roma. Ésta, en lugar de sujetarse a lo que indicaban las Escrituras, había añadido sacramentos que carecían de base bíblica y había trastornado la naturaleza del bautismo y de la Cena del Señor.
Del tercer escrito y de un hecho histórico poco conocido y menos aún reconocido trataremos la próxima semana.
Continuará
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