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Los humanistas y la crisis católica

La necesidad de la Reforma (5): la crisis espiritual (III)

En el episodio anterior, tuvimos ocasión de contemplar cómo la crisis espiritual previa a la Reforma se extendía, además de al papado, a los pastores. No mejor era la situación del pueblo llano, pero antes de entrar en ese tema vamos a detenernos en las críticas que la situación espiritual provocó en un sector de especial relevancia, los denominados humanistas.
LA VOZ AUTOR César Vidal Manzanares 16 DE DICIEMBRE DE 2010 23:00 h

Todas las situaciones a las que hemos hecho referencia en anteriores entregas fueron criticadas y condenadas por los humanistas cristianos que no podían sino verlas con profunda preocupación como un gravísimo distanciamiento del espíritu del Evangelio.

Sostener que el papel de los humanistas gozó de una enorme relevancia constituye un tópico, pero no está exento de veracidad. No es menos cierto que sus aportes dejaron todavía más de manifiesto la situación de crisis y esto por tres razones, al menos.

La primera, fue el deseo de regresar a la pureza del Nuevo Testamento, de convertir la Biblia en la norma sobre la que asentar la fe cristiana. Se trataba de un enfoque que encontramos, por ejemplo, en Erasmo de Rótterdam, el humanista con más peso de la época. De hecho, su texto del Nuevo Testamento en griego constituyó un verdadero hito histórico, filológico y espiritual que no sólo sirvió unos años después como base para la traducción del texto fundamental del cristianismo a distintas lenguas vernáculas sino que además permitió analizar las raíces de la fe cristiana.

Sin embargo, los humanistas descubrieron, en términos generales, que lo que aparecía recogido en las páginas del Nuevo Testamento era mucho más sencillo – y más profundo – que la realidad espiritual que los rodeaba. Incluso podía decirse que, en no pocos casos, se apreciaban contradicciones de cierto peso.

La respuesta de Erasmo a ese conflicto consistió en elaborar la noción de adiáfora. El término designaba aquellas cuestiones que no merece la pena discutir porque no contribuirían a la edificación de la iglesia y, por añadidura, provocarían problemas innecesarios. Un ejemplo de este enfoque sería la actitud frente al dogma de la transubstanciación definido en 1215). Para Erasmo, como para otros humanistas, resultaba obvio que las categorías aristotélicas utilizadas en la definición carecían de sentido entre otras razones porque no hubieran podido ser entendidas, dado su carácter helénico, por los propios apóstoles. Sin embargo, a pesar de darse esas circunstancias, no veía razón alguna para entablar una discusión sobre el tema. En relación con la tradición – fuente de más de un dogma - podía verse exenta de ataques, incluso apreciada y respetada, pero, desde luego, no era considerada como algo que derivara de Cristo y de los apóstoles.

No deja de ser significativo que el cardenal Cisneros quisiera llevarlo a España, que el papa Adriano VI lo protegiera logrando que se le ofreciera una cátedra en Lovaina, que otro papa, León X, el mismo que excomulgaría a Lutero aceptara su dedicatoria del Nuevo Testamento o que Tomás Moro, Juan Fisher, Juan Colet o Sadoleto mantuvieran siempre incólume su amistad hacia él. A pesar de todo, semejante manera de acercarse a las cuestiones teológicas iba a tener sus consecuencias y no serían las menores las derivadas de una erosión de la confianza en la manera en que la jerarquía enseñaba.

La segunda razón por la que los humanistas disfrutaron una notable influencia teológica derivó de su acercamiento a textos antiguos que sustentaban las pretensiones temporales del papado para llegar a la conclusión de que eran falsos. En la actualidad, estos documentos –a los que los especialistas católicos suelen referirse con el nombre de “fraudes píos”– carecen de relevancia. Sin embargo, durante la Edad Media y el Renacimiento, su importancia resultó esencial.

Así, cerca del año 850, habían comenzado a circular las Falsas Decretales en las que, supuestamente, se encontraba recogido un conjunto de privilegios relativos a la sede romana. Pero de una época anterior y de mayor relevancia fue la denominada Donación de Constantino. Este documento fraudulento había sido redactado durante el imperio franco en torno a los siglos VIII-IX con la pretensión de fortalecer el poder papal. En el mismo se señalaba que el emperador Constantino había concedido al papa Silvestre I (314-35) la primacía sobre Antioquía, Constantinopla, Alejandría, Jerusalén y toda Italia incluyendo Roma y las ciudades de Occidente. Asimismo se afirmaba que el papa había quedado constituido como juez supremo del clero. El documento fue utilizado por el papado, entre otras cosas, para defender sus pretensiones de primacía frente a Bizancio, pero en el siglo XV, su falsedad fue demostrada por Nicolás de Cusa y Lorenzo Valla. Naturalmente, se podía objetar que la falsedad del documento no disminuía en lo más mínimo la legitimidad de las pretensiones papales, pero no es posible minimizar el impacto que produjo en algunos círculos eruditos la constatación de que no pocas de esas pretensiones se habían defendido durante siglos sobre la base de un fraude.

La tercera razón por la que los humanistas, junto con algunos miembros de órdenes religiosas, tuvieron una especial influencia fue que representaron un papel muy relevante en los intentos –fallidos, por otra parte– de reforma que se emprendieron a finales del s. XV e inicios del s. XVI.

Sin duda, uno de los ejemplos paradigmáticos de lo que acabamos de afirmar se encuentra en el proyecto de reforma impulsado en España por el cardenal Cisneros. Nacido en 1436, su muerte se produjo en noviembre de 1517, tan sólo ocho días después de que Martín Lutero clavase en las puertas de la iglesia de Wittenberg las Noventa y cinco tesis a las que nos referiremos en su momento. La fecha de su fallecimiento no pudo resultar más significativa cronológicamente porque lo cierto es que coincidió con el final de un ciclo histórico muy concreto y el comienzo de otro totalmente distinto.

Cisneros otorgó, por ejemplo, una enorme importancia a la lengua vernácula en medios religiosos e impulsó incluso la traducción de obras latinas a aquella. Asimismo decidió fundar una escuela o universidad donde un Colegio de Artes Liberales debía formar al estudiante en el conocimiento del latín, del hebreo y de otras lenguas semíticas, y otorgó una especial importancia al aprendizaje del griego ya que en esta lengua se había redactado originalmente el texto del Nuevo Testamento. Esta visión cristalizó en buena medida en la fundación de la Universidad de Alcalá que buscó inspirarse sobre todo en el estudio del Nuevo Testamento con la intención de formar de manera especialmente atenta a la gente de a pie.

De forma bien significativa, Cisneros no se caracterizó por perseguir a personas que - supuesta o realmente - defendieran posturas heterodoxas y estimuló la crítica y el estudio del texto de las Sagradas Escrituras. Fruto de esta actitud fue la elaboración de la Biblia Políglota Complutense, en hebreo, griego y latín, o las obras de Pedro de Osma, un profesor de teología en la universidad de Salamanca, y de Nebrija, un discípulo del anterior. Anticipándose a Erasmo, ambos eruditos realizaron importantísimos estudios sobre el texto original del Nuevo Testamento y acerca de la historia católica. Estos últimos ciertamente no contribuyeron – como en el caso de otros aportes humanistas - a fundamentar algunas de las pretensiones del pontífice romano, pero aún así Cisneros protegió a Nebrija y a Osma.

Sin embargo, a pesar de todos sus aportes, a pesar de todos sus deseos, los humanistas no lograron que la reforma de la iglesia trascendiera de algunos círculos muy limitados. Fue esa una circunstancia que afectó igualmente a las órdenes religiosas. Que hubo intentos de enfrentarse con la gravísima crisis espiritual resulta innegable, pero su importancia ni puede exagerarse ni, desgraciadamente, contrapesó de lejos la situación señalada. Como ha indicado Lortz, “sólo unas fuerzas propiamente creadoras de la renovación se mantuvieron hasta la segunda mitad del siglo XV y las tendencias reformistas no trascendieron mucho del ámbito de las órdenes religiosas”(1).

No resulta difícil comprender que en una situación en la que el papado y la curia no sólo eran corruptos sino que tenían intereses a los que atendían con preferencia a los espirituales, en la que los obispos no solían estar a la altura de sus funciones pastorales, en la que los sacerdotes no pocas veces absentistas apenas se encontraban situados a un nivel más elevado que el de sus feligreses y en la que los esfuerzos de reforma no sobrepasaron el ámbito limitado de los círculos humanistas y de las órdenes religiosas, el pueblo también padeciera una profunda crisis espiritual. Sin embargo, de ese tema nos ocuparemos en la próxima entrega.


Continuará. Próximo capítulo: El pueblo y la religiosidad popular



1) J. Lortz, Reforma…, p. 111.


Artículos anteriores de esta serie:
 1Los papas de Aviñón 
 2El Cisma de Occidente 
 3Papado y crisis espiritual 
 4El clero: malos pastores 
 

 


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