El historiador católico Lortz no ha dudado en señalar, en vísperas de la Reforma del s. XVI, “
el creciente capricho dominante en la curia, a veces sin escrúpulos”(1) en temas como la multiplicación de los modos de gracia en contradicción con la seriedad de lo santo y
el abuso de los castigos espirituales como la excomunión.
No eran los únicos males. A ellos deben añadirse la práctica extraordinariamente extendida de
la compra y venta de los puestos eclesiásticos o su utilización como si se tratara de un patrimonio personal. Julio II prometió, por ejemplo, a Paris de Grassis, su maestro de ceremonias, que lo gratificaría con un obispado en premio por haber preparado adecuadamente la apertura del concilio de Letrán.
A ello había que sumar
la acumulación de cargos eclesiásticos –el papa León X tuvo antes de llegar a ceñirse la corona papal una carrera espectacular de este tipo– y
el absentismo de los párrocos que, por ejemplo, en el caso de Alemania se traducía en que sólo el siete por ciento residiera en sus parroquias(2). El dato –nada excepcional por otra parte– resulta más que revelador. No resulta difícil comprender que si los primeros, como mínimo, no podían atender las obligaciones de carácter pastoral; los segundos, simplemente, no deseaban hacerlo.
Pero no terminaban ahí los daños pastorales. A lo anterior hay que añadir que
los cargos episcopales eran no pocas veces ocupados por menores de edad procedentes de familias que consideraban ciertas sedes como patrimonio casi personal(3). Ser obispo o párroco no era una función espiritual para muchos sino un cargo del que podían derivar rentas más que bienvenidas.
Afirmar que la pastoral había desaparecido no constituye, pues, una exageración sino una descripción de la realidad(4) y, por desgracia, de una realidad que “no es excepción sino regla”(5).
Sin embargo, el mal no se limitaba a la cúspide de la iglesia católica ni a los sacerdotes.
Por más que algunos autores católicos han insistido en la fecundidad de
la vida religiosa, ésta pasaba también por una época de terrible decadencia. Lo que algunos autores denominan el proletariado eclesiástico era muy numeroso, pero de ínfima calidad(6).
En multitud de ocasiones, su formación teológica no resultaba mucho mejor que la de un pueblo ignorante y, lamentablemente, no faltaban los casos de miembros de la nobleza convertidos en abades o monjes sin ningún tipo de vocación religiosa ni eran escasos los episodios de baja moralidad de los frailes que, por ejemplo en las ciudades, tenían atribuida la cura de almas.
Todas estas situaciones fueron criticadas y condenadas por los humanistas cristianos(7) que no podían sino verlas con profunda preocupación como un gravísimo distanciamiento del espíritu del Evangelio. Pero a eso dedicaremos la próxima entrega.
CONTINUARÁ
Próximo capítulo:
La necesidad de la reforma: la Reforma indispensable (V): La crisis espiritual (3): los humanistas
1) J. Lortz, Reforma…, pp. 91 ss.
2) J. Lortz, Reforma…, p. 93.
3) En el mismo sentido, J. Lortz, Reforma…, p. 100.
4) En el mismo sentido J. Lortz, Reforma…, p. 99 que indica que “la misma idea estaba interiormente destrozada”.
5) J. Lortz, Reforma…, pp. 101.
6) En el mismo sentido, J. Lortz, Reforma …,, pp. 102 ss.
7) Lo mismo puede decirse del caso español. El Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés recoge precisamente una crítica contundente, sarcástica y acerada – no, sin embargo, grosera – de los estamentos clericales.
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