Seguramente, muchos de los que leen estas líneas recordarán cómo
en los años ochenta y noventa del siglo XX era pieza fundamental de la propaganda católica en Hispanoamérica afirmar que el avance imparable de las iglesias evangélicas se debía a la acción de la CIA. Simplemente no podía entrar en consideración siquiera teórica el hecho de que el pueblo llano abandonara en masa la iglesia católica en parte, por que difundía el socialismo en la Teología de la liberación; en parte, por el descrédito acumulado durante siglos y, en parte, sobre todo, porque por primera vez en no pocas naciones de Hispanoamérica se podía predicar el Evangelio con cierta libertad.
En las siguientes entregas, quisiera dejar de manifiesto cómo, por regla general, cuando ha existido una mínima libertad de expresión y difusión de las ideas, el avance del protestantismo se ha revelado inexorable. No sólo eso. El protestantismo se ha podido permitir otorgar siempre una libertad muchísimo mayor a los católicos de la que el catolicismo concedía a los protestantes no sólo porque estaba en su esencia sino porque daba debía temer de ese paso.
Al iniciarse la Reforma, durante décadas, el protestantismo no fue contenido en ningún momento por el debate teológico –éste fue hurtado una y otra vez por las autoridades católicas– sino por el ejercicio puro y descarnado de la represión. Que a pesar de esa circunstancia, la Reforma pudiera afianzarse en los países escandinavos, el imperio alemán, los Países Bajos, Inglaterra y Francia resulta verdaderamente prodigioso. A decir verdad, es uno de los fenómenos más extraordinarios de la Historia universal. En el caso de España o de Italia, la desaparición del protestantismo no se debió, desde luego, a discusión alguna. El mérito de semejante circunstancia residió única y exclusivamente en las hogueras de la Inquisición donde acabaron los españoles y los italianos que habían dado el gravísimo paso de leer la Biblia y llegar a conclusiones teológicas nada coincidentes con el aparato doctrinal del catolicismo. Los autos de fe de Sevilla o Valladolid, la huida de Juan de Valdés o de Reina y Valera, la ejecución de Pietro Carnesechi son sólo algunos botones de muestra de la veracidad de mi afirmación.
Ese temor a la confrontación ideológica no lo tuvo el protestantismo. Por el contrario, fue una circunstancia que buscó una y otra vez. Lutero llegó a Worms insistiendo en una discusión teológica que nunca se le concedió; y Zuinglio – que murió en Cappel intentando detener un ataque católico sobre su ciudad, ataque que buscaba extirpar la Reforma– pudo iniciar la Reforma gracias a las discusiones públicas en que los ciudadanos suizos pudieron calibrar las dos posiciones teológicas.
La conducta represiva del catolicismo no tuvo equivalente en el bando protestante y no sólo porque no hubo Inquisición sino porque su visión teológica lo impedía. Uno de los ejemplos más obvios de lo que afirmo se encuentra en el reinado de Isabel I de Inglaterra, uno de los personajes más denostados históricamente por el catolicismo, fruto de esa especial obsesión católica por la iglesia anglicana a la que ya me he referido en alguna otra ocasión.
Excomulgada por el papa Pío V a inicios de 1570, Isabel siguió teniendo a católicos en su consejo y esa situación ni siquiera experimentó cambios cuando en ese año se descubrió que los condes católicos de Westmoreland y Northumberland habían protagonizado una conjura católica para destronar a Isabel. El resultado de descubrir la conspiración no fue ni una persecución contra los católicos sin discriminación ni tampoco la prohibición de su culto que, no obstante, era privado. Ni que decir tiene que su contemporáneo el español y católico rey Felipe II no hubiera aceptado jamás a un protestante no en su consejo sino ni siquiera en los Países Bajos; que había dado muerte a todos los que pudo hallar en España y que estaba enfrentado con una guerra en Flandes cuya causa fundamental era el deseo de los holandeses de tener libertad religiosa.
Como supo señalar en su día el catedrático de economía Jesús Prados Arrarte, fue el protestantismo inglés el que sentó las bases de su éxito económico mientras que el catolicismo español sembró la semillas del final del imperio. Poco puede dudarse. La cruzada antiprotestante de Felipe II se tradujo, entre otras cosas, en cuatro bancarrotas de la hacienda española. Desde luego, el convertirse en espada de la Contrarreforma no le salió a España barato. No sólo eso. Para que los protestantes españoles pudieran tener libertad de culto privado como los católicos ingleses del s. XVI hubo que esperar hasta 1876.
A diferencia de lo sucedido en Inglaterra, la libertad de los protestantes en territorio católico siempre estuvo en precario y concluyó en no pocas ocasiones de manera trágica.
En Francia, donde el peso de los protestantes era considerable incluso en la corte y donde además se manifestaron siempre leales en relación con la corona –lo que no puede decirse de los católicos ingleses- en 1572, tuvo lugar un verdadero genocidio durante la noche de San Bartolomé. En el curso de unas horas, fueron asesinados decenas de miles de protestantes en toda Francia. Sin embargo, al igual que no existió Inquisición en territorio protestante tampoco se produjo nunca una noche de San Bartolomé.
En otras palabras, donde el protestantismo recibió una derrota, por regla general, no fue la causa la confrontación libre de ideas sino la violencia más brutal. Fue de esa manera, como veremos en la entrega siguiente, como la iglesia católica recuperó ya en el s. XVII alguno de los territorios que habían abrazado tiempo atrás la Reforma.
CONTINUARÁ: El avance del protestantismo (II)
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