No solo eso. Lejos de tratarse de un mero tema de reflexión todo parece indicar que puede tratarse de una realidad en España en un plazo no muy prolongado.
¿Qué debería hacer la iglesia frente a esa situación? Las respuestas pueden ser diversas y en ellas voy a detenerme a continuación.
1.- La opción constantiniana: esta opción se ha repetido en multitud de ocasiones a lo largo de la Historia del cristianismo.
La iglesia de turno aceptaba lo decidido por el poder civil y a cambio percibía algún tipo de compensación expresada no pocas veces en términos económicos. La legitimación de semejante comercio –llamemos a las cosas por su nombre– se encontraba en la manera en que, supuestamente, se guardaban las buenas relaciones con el gobierno, los beneficios que se recibían de éste y lo que, en teoría, esto ayudaba a llevar una misión meramente espiritual.
Por establecer un paralelo, es dudoso que la mayoría de los miembros de las confesiones alemanas pensaran en 1935 que las leyes de Nuremberg estaban bien, pero se consolaban pensando en los aportes positivos –lucha contra el desempleo, paz social, progresos sociales, reforma agraria…- que habían derivado del gobierno de Hitler. Ni que decir tiene que las consecuencias de esa conducta fueron pavorosas para Alemania y para el resto del mundo.
2.- La opción abstencionista: el segundo acercamiento que se puede dar al tema es el de la abstención.
Simplemente, ante la legalización de la eutanasia el pueblo de Dios no deberia hacer nada salvo, quizá, mencionarlo en el curso de alguna predicación interna. Por supuesto, no se niega que los hechos estén mal, pero se rechaza que eso deba provocar algún tipo de movilización.
La base para semejante postura estaría en una supuesta dicotomía entre el mundo y la iglesia y, especialmente, en la separación entre iglesia y estado que, presuntamente, obligaría a la primera a no pronunciarse sobre lo que haga el segundo. Hacerlo incluso podría ser tachado de moralista e intransigente ya que implicaría intentar imponer los valores cristianos sobre una sociedad que no lo es.
Esta postura que, en apariencia, resulta razonable no sólo choca con las Escrituras sino que además es verdaderamente peligrosa. De entrada, aunque la Biblia diferencia entre el mundo y los discípulos de Cristo insiste en que éstos no son sacados del mundo sino que permanecen en él para dar testimonio. De hecho, el Hijo pidió al Padre que no los sacara del mundo (
Juan 17:15 ss). No sólo eso. Jesús enseñó que una de las misiones esenciales de sus discípulos es la de ser luz sobre un mundo que yace en tinieblas (
Mateo 5:14-16). Si semejante misión no se cumple, el pueblo de Dios ha desnaturalizado su llamamiento.
Por último, hay que señalar que la primera nación en consagrar constitucionalmente la separación de iglesia y estado –los Estados Unidos– entendió este principio no en el sentido de que las confesiones religiosas debían encerrarse entre las cuatro paredes de sus lugares de culto con la boca cerrada sobre lo que acontecía fuera, sino en el de que ninguna confesión tendría carácter estatal. Señalado esto, no sorprende que repetidas sentencias del Tribunal constitucional de Estados Unidos se gloriaran hasta los años sesenta del siglo pasado de que la base de la constitución norteamericana era la Biblia. Era cierto e incluso esencial para comprender la existencia de la primera democracia de la Historia moderna.
3.- La opción testimonial: a mi juicio, dicho sea con todos los respetos hacia los hermanos que comparten cualquiera de los dos planteamientos previos, frente a un problema como el de la legalización de la eutanasia sólo cabe la opción testimonial, la de dar testimonio de luz y de juicio frente a ella.
En términos generales, un creyente no está llamado – salvo por motivos de profesión como puede ser el hecho de ser funcionario, consejero, analista o incluso político – a pronunciarse sobre cuestiones políticas de carácter general.
Por supuesto, puede tener su opinión personal sobre si es mejor subir o bajar los impuestos, si es mejor un sistema estatal, mixto o privado de sanidad, si es conveniente o no sumarse a un conflicto armado, si hay que restringir con cuidado la inmigración o si es conveniente dejar las puertas totalmente abiertas; si resulta beneficioso tal o cual medida económica, pero ese tipo de cuestiones no tiene – por más que a algunos les pese – alcance espiritual y, en puridad, el juicio sobre ellos debe quedar en manos de especialistas y no de teólogos. Esa circunstancia no puede quedar empañada por lo que en ocasiones se presenta como compasión cristiana y no pasa de ser la defensa de determinados presupuestos ideológicos que hacen más mal que bien.
Personalmente, me puede gustar más o menos la posición de otro hermano sobre la sanidad, el servicio de correos, la política de obras públicas o la reordenación de las fuerzas armadas pero es más que dudoso que esa discusión pueda dirimirse en términos bíblicos. Sin embargo, a pesar de lo anterior, sí existen situaciones de profunda carga moral ante las que un creyente debe expresarse con claridad e incurrirá en el juicio de Dios si se mantiene en silencio. En esos casos, el juicio ni puede ni debe ser ideológico – el camino más rápido para errar – sino bíblico.
En ese sentido,
cualquier conducta que afecte a la moral y que pueda acarrear juicio sobre una nación debe ser señalada por el creyente y advertida de cara a los que le rodean. Esos principios se encuentran expresados con claridad en las Escrituras, por ejemplo, cuando Dios enseña a Moisés que por determinadas “abominaciones” los cananeos fueron expulsados de su tierra y no debe Israel incurrir jamás en ellas (
Deuteronomio 18:9 ss) si desea evitar el castigo. En ese sentido, por citar ejemplos concretos, toda legislación que atenta contra la vida y que implica una cultura de la muerte –legalización del aborto, de la eutanasia, de experimentos con embriones, etc.– es una abominación moral por la que nuestra nación, como cualquier otra, será juzgada si no se arrepiente. Y ante esa situación no podemos ni debemos callar.
Permítaseme ir un paso más allá. Hace unos años, anuncié con claridad –y los que intentaron impedirlo no lo consiguieron- los males que podían sobrevenir sobre una sociedad que estaba dispuesta a legalizar los matrimonios homosexuales, a implantar la ideología de género o a defender los presupuestos de la cultura de la muerte. Con profundo dolor, debo decir que esos males han ido recayendo sobre nuestra nación de una manera innegable y dura aunque –me temo– sólo estamos viendo el principio. Por supuesto, puede tratarse de una casualidad o, simplemente, de que, por encima de la incompetencia, falta de honradez y soberbia de los gobernantes, además Dios sigue siendo el Señor de la Historia y actúa sobre la base de los mismos principios de siempre.
En cualquier caso, la más que posible legalización de la eutanasia puede resultar una prueba más que deje de manifiesto si, como en la rutilante Alemania de los años treinta del siglo pasado, estamos dispuestos a mirar para otro lado, incluso a recibir beneficios de un poder despótico a cambio de callar, o, por el contrario, como Niehmoller o Bonhoeffer, decidiremos apegarnos a los principios de las Escrituras para advertir a nuestros contemporáneos de que existe una vía mucho mejor que la que desemboca en un juicio inevitable.
Frente a cualquier ideología. En casos que afectan a la moral y que pueden acarrear juicio.
Así habrá que responder frente a la eutanasia.
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