Lejos de tratarse de un debate neutro o de un avance social,
estoy personalmente convencido de que la defensa de la eutanasia es sólo una manifestación más de la “cultura de la muerte”, una cosmovisión que no sólo considera que el aborto es un derecho sino que además está empeñada en que la vida pueda también destruirse en sus últimos momentos apelando a falaces argumentos supuestamente humanitarios. En esta entrega y en las siguientes intentaré desgranar la historia de la eutanasia, la manera en que se ha plasmado legalmente hasta el día de hoy y los resultados que se han derivado de esa medida.
La primera obra de relevancia que intentó defender la eutanasia fue un libro publicado en 1920 y titulado El permiso para destruir la vida indigna de ser vivida cuyos autores eran Alfred Hoche, catedrático de psiquiatría en la universidad de Friburgo y Karl Binding, un catedrático de derecho en la universidad de Leipzig.
La tesis de la obra era que los pacientes que pedían “asistencia mortal” debían poder obtenerla de un médico en determinadas condiciones. Hoche y Binding procuraban afinar en la aplicación práctica de sus tesis y sostenían que el permiso para causar la muerte a un paciente debía ser otorgado por un panel formado por tres expertos, que el paciente debía poder retirar cuando quisiera la petición y que no debía perseguirse al médico que llevara a cabo “el homicidio por compasión”.
Sin embargo, a la vez, el médico y el jurista señalaban que en el caso de “cáscaras vacías de seres humanos” ese permiso podía suprimirse y quedar al arbitrio del médico el provocar la muerte. Como ejemplo de esas cáscaras, citaban a enfermos que padecieran un retraso mental, que sufrieran daño cerebral o que padecieran algunas enfermedades psíquicas. Según los autores del libro, la sociedad ahorraría dinero – el que se gastaba en gente que vivía una “vida sin significado” – que podría dedicarse a mejores fines.
El libro causó verdadera sensación y, de hecho, sus tesis pronto se vieron apoyadas por lo que ahora denominaríamos sondeos de opinión. Así, una encuesta realizada en 1920 indicaba que el setenta y tres por ciento de los padres y tutores de niños con una grave incapacidad eran partidarios en Alemania de que se acabara con su vida. Era el inicio porque en breve las tesis fueron asumidas por otras personalidades del mundo de la ciencia, el periodismo e incluso el cine.
La discusión teórica se convirtió en realidad al llegar al poder el Partido nacional-socialista obrero alemán mandado por Adolf Hitler. En honor a la verdad hay que señalar que los nacional-socialistas propugnaban, al menos de cara a la opinión pública, una versión mucho más moderada de la eutanasia.
Así, en agosto de 1933, el ministro de justicia indicó su punto de vista favorable a la eutanasia indicando que permitiría “que los médicos acabaran con las torturas de los pacientes incurables, a petición propia, en interés de la verdadera humanidad”.
Pero una cosa era intentar convencer al pueblo alemán y otra que quedara convencido. En un intento claro de alcanzar ese objetivo, en 1936 se publicó una novela de un médico llamado Helmut Unger en la que se defendía claramente la eutanasia. El argumento era el drama de un médico cuya esposa sufre una esclerosis múltiple. Cuando ella le suplica que le de muerte, el médico acepta. Llevado a juicio, el doctor se enfrenta con los miembros del jurado y les espeta: “Si ustedes fueran inválidos, ¿querrían ser un vegetal para siempre?”. Al final, el jurado absolvía al médico. La historia encajaba como un guante en el plan de eutanasia de Hitler y de manera inmediata se convirtió en una película. De hecho, las SS realizaron una investigación sobre el impacto social de la obra y señalaron que la recepción social había sido muy favorable.
Previamente preparado el terreno, la cuestión era concretar eso en el terreno de lo práctico. La ocasión la proporcionó el caso del “Niño Knauer”. El padre de la criatura –ciego, retrasado y al que le faltaban un brazo y una pierna- se dirigió personalmente a Hitler para suplicarle que se diera muerte a su hijo. Hitler se tomó el asunto con enorme interés hasta el punto de que dio orden de que lo estudiara su médico personal Karl Brandt. En 1938 –hace ahora setenta años- concedió un permiso para practicar la eutanasia al niño. Acababa de pasarse de la teoría a la práctica.
Continuará
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